miércoles, 24 de noviembre de 2010
Te miro a través de las palabras
¡Esta vida, Enrique! No alcanza el tiempo para sentarse a escribir sin prisas. Dejé pasar un jueves porque no tuve tiempo de reposo para platicar contigo. Ahora lo hago, y espero que perdones mi dilación. Mira, para disculparme, te muestro esta carta de Paola a Santa Clos que Alejandra, tu hermana, me hizo el favor de digitalizar.
Me queda claro que tú ayudaste a Paola a redactar el mensaje. ¡Pero la firma es suya, eso que ni qué! Bueno, seguramente tú tomaste su mano y la fuiste guiando: pppppp aaaaa ooooo lllllll aaa.
Tu mano sobre su mano, tu mano sobre la mano de tu hija.
En este momento -estoy seguro-, Paola besa su mano para besar tu mano.
He decidido escribir esto en un lugar que me gusta mucho, el Groove (ya te contaré de él). Acabo de pedir una sopa de lentejas, y la espero con un whisky a tu salud.
Es un decir. Ríete, si quieres.
Es curioso, querido amigo: se repite contigo lo que ha sucedido con Gerardo (y aquí voy a hablar por todos, porque imagino que todos compartirán mis palabras): nos estamos acostumbrando a no verlos, y eso me espanta.
Por eso hablo contigo: para verte, para verte, para verte.
Me chocan estos ojos inútiles que no me sirven para verte. Odio estas manos que no pueden tocarte. Te miro a través de mis palabras, porque mis ojos sólo saben llorar. Y llorar es bueno –lo admito-; pero el llanto no te devuelve la vida. El agua de tres años no me ha devuelto a Gerardo. Entonces, ¿sabes qué?, renuncio a las lágrimas (sólo saldrán cuando pierda el control de mí mismo, cuando piense que no hay remedio, que ya no existes -y pensar eso sería renunciar a ti, a mi hermano, a mi madre).
¿Para qué pueden servirme estos ojos si con ellos no puedo mirar lo que amo?
Fíjate que no digo que a ti y a Gerardo los hayamos dejado de llorar, de amar, de soñar, de pensar. Lo que digo es que su invisibilidad está volviéndose parte de la vida (y digo invisibilidad porque no tengo la más remota idea de lo que es la muerte: lo único que me consta es que no te veo -y así se lo digo a mi gemelo precioso en una canción).
Nos estamos acostumbrando a no verlos, Enrique.
Es como si así hubiera sido siempre.
-Oye, ¿qué sabes de Gerardo y Enrique?
-Nada. Siguen muertos.
-¿Y ya no van a volver?
-Quién sabe. Todo indica que no. Pero no me hagas caso. Tal vez…
-En fin. ¡Qué frío hace! ¿Verdad?
-Sí. Y dicen que va a hacer más frío en diciembre.
Personajes de Beckett. Eso somos: personajes de Beckett. Patéticos. Acaba de sucedernos tu muerte y la muerte de Gerardo, y no se nos ocurre nada mejor que aceptarlo y consolarnos mutuamente con la idea de que así son las cosas.
No. Así no son las cosas. Hay algo que falla aquí, y voy a descubrirlo.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
Enrique en Ruta 61
Esta vez llegamos a los 55.
Déjame contarte lo qué hicimos, sólo para que lo recuerdes, porque tú y Jorsito estuvieron ahí –fue evidente su presencia, al menos para mí-.
Hace ratito, tu hija me preguntó que cómo estuvo. Paola no pudo asistir, porque... ¡Ya la conoces! Es aspirante del horizonte: lo ve y quiere alcanzarlo.
La cosa es que en mayo, en una entrevista que di, se me ocurrió decir que el 23 de octubre convocaría de nuevo a Las Señoritas de Aviñón y a Vieja Estación para dar un concierto y celebrar la vida de Gerardo (ya lo habíamos hecho una vez, el 18 de enero de 2008). El pretexto sería presentar el álbum Yo soy la mosca, disco que contiene canciones de mi hermano y dos piezas compuestas para él, una de Octavio (Blues para Gerardo) y otra mía (Wichili McCoy).
¡Qué fácil es prometer y decir y hablar! ¡Sí, cómo no –dije en la entrevista-, a huevo, el 23 de octubre hacemos un concierto!
Cuando salí de la entrevista, me di cuenta que acababa de comprometerme ante las cámaras de televisión (televisión por internet, poca audiencia, pero al fin y al cabo televisión). ¿Pero cómo se me ocurren esas cosas?
Yo no tengo banda ni soy jefe ni nada. Pero ya sabes: igual que tú y Octavio, tengo un encanto especial para evitar que me digan que no. Octavio más, pero tú y yo no cantamos mal las rancheras. Si a ti se te ocurría un campamento, de pronto todos aparecíamos en medio de la nada, muriéndonos de frío, en casas de campaña mal equipadas. Y tú haciéndonos bromas muy pesadas. ¿No? ¡No te hagas!
¿Te acuerdas de Avándaro?
Tres de la madrugada, medio pedos, creo que hasta con chubi dubi, profundamente dormidos. Tú y Gerardo colocaron uno de los autos frente a las tiendas de campaña, pusieron la alarma y encendieron los faros delanteros…
¡Un ovni, un ovni! –gritaron ustedes. Y ahí vamos todos, de pendejos.
Nos levantamos, salimos de las tiendas para ver el ovni que acababa de bajar exactamente ahí, a unos metros del campamento. ¿Y qué era? ¡Nada, carajo! Que Enrique y Gerardo estaban echando desmadre a esa hora, atacados de la risa.
Octavio y Óscar se enojaron de veras. Vicky y Maru aprovecharon para ir a hacer pipí al lago. Alejandrita se puso a llorar (¡Déjenme dormir! Te voy a acusar con mi papá, Enrique). Federico se escondió en su sleeping bag:
-¡Chinguen a su madre, pendejos!
Oye, a propósito, ¿fuiste tú el que se tomó la última Coca Cola que quedaba al final del campamento en Mil Cascadas? Carajo, pinche Enrique, no te rías: era para todos. Arturo levantó sospechas contra Eduardo. Luego, todos dudaron de la inocencia de Alberto. ¿Quién fue? Fueron tú y Gerardo. Yo no pude haber sido, porque me fui más abajo a comer caviar con Alfredo Dabó y Carlos Giribet. Luego, ya de regreso, todos (coordinados por ti) fueron jodiéndome en el camino:
-¡Ahí va el putito que come caviar con galletas Ritz! ¡Putito, putito!
Sólo las mujeres me defendieron, pero mal: ¡Ay, ya, dejen de molestar! No es putito, sólo es delicado.
Y todo por tu culpa, Enrique.
Pero no estábamos hablando de eso, sino del concierto del 23 de octubre pasado...
Luego le sigo. Mientras, sigan flotando tú y Gerardo.
Continuará.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Nunca te vi llorar
Cierro los ojos para mirar tus ojos. Busco en mi memoria el recuerdo de tus lágrimas, y nada: pura luz, pura exploración del mundo que te rodea, casi siempre con la intención de modificarlo, alterarlo, trastocarlo.
Tus ojos son puros brincos de mirada inquieta.
Tus ojos no son pozos. Tus ojos son catalejos, obeliscos, brazos (su objetivo está afuera de ti). Parece como si tus ojos no quisieran mirar hacia el abismo de tus adentros. Apenas llegas, por equivocación, a los acantilados de tu ser, das la media vuelta, dices cualquier cosa y nos distraes con tu risa.
Nunca te vi llorar, Enrique. Llorar de la risa, sí; pero llorar llorar, nunca.
Cierro los ojos para mirar tus ojos, y ahora los comparo con los ojos de tus hermanos, de tu primo, de tus padres, de tu hija y de tus amigos. Cierro los ojos y miro una fila de ojos conocidos. Los reconozco por su mirada. Y por sus lágrimas. A todos los he visto llorar. ¡A todos, Enrique! Menos a los tuyos.
Sólo sé de una vez que algo te arrancó lágrimas.
Sucedió a fines de 1982 ó principios de 1983, en Milpa Alta. Ha de haber sido domingo. Saliste de Día de Campo con Vicky, Alejandra, Marugenia y Gerardo. Llevaban a los niños (Paola y Ger chico).
Buscaron un sitio tranquilo para colocar el mantel en la yerba, colgar la hamaca entre dos árboles, encender el anafre y asar unas carnes deliciosas.
El error fue pensar que hallarían la tranquilidad en un lugar apartado y solitario.
Sea como sea, lo encontraron. Y ya estaban ahí, muy tranquilos.
Mientras tú colocabas el carbón y preparabas la lumbre, las mujeres se alejaron un poco para hacer del baño. Gerardo, mientras, instaló la hamaca y se sentó con su hijo a mecerse plácidamente.
Cuando regresaron, las mujeres se encontraron con una escena de espanto: un hombre embozado apuntaba con una pistola a la cabecita de Jerry (la distancia era poca, pero la suficiente como para que Gerardo no pudiera pensar en desarmar al asaltante).
-¡Denme todo, cabrones, o me chingo al chamaco!
Tú te quedaste absolutamente quieto, con el atizador en la mano derecha, negra de carbón. Trataste de hablar con los ojos para decirle algo a Gerardo, quien estaba también sin saber qué hacer. Vicky apretó entre sus brazos a Paola, mientras Marugenia y Alejandra trenzaron sus manos con la tensión de la angustia.
¡Calmado, amigo, calmado! –dijiste suavemente, evitando cualquier arrebato de enojo-. Llévate todo, no hay pedo; pero deja de apuntar.
-¡Cállate, cabrón! ¡Aviéntame las llaves del coche!
-Están puestas, mano. Llévatelo.
El hombre miraba hacia todas partes y daba instrucciones con la cabeza y la mano libre, dando a entender que no estaba solo, que bien podría venir acompañado de otros hombres. Y ustedes no se atrevieron a dudar: el pavor los hizo ver a varios maleantes escondidos en la maleza. Marugenia aprovechó un instante para desprenderse de la mano de Alejandra, quitarse los anillos y arrojarlos al suelo.
No me preocupaban los anillos –me dice hoy Marugenia-, sino que el tipo encontrara nuevas razones para seguir amagando a Jerry.
El hombre caminó hacia el coche, sin dejar de apuntar hacia el escuincle, cuyos enormes ojos trataban de entender el significado del juego.
-Ni se muevan, hijos de su rechingada, porque me chingo al chamaco.
Por fin, el hombre subió al coche y lo encendió.
Cuando lo vieron lejos, no pronunciaron una sola palabra, sólo recogieron las cosas y apuraron el paso hacia el lado opuesto. Su silencio era la manifestación dolorosa de quienes han visto muy de cerca la muerte trágica, indigna y estúpida. Su silencio era la mezcla de rabia e incomprensión pero también la secuela del miedo. Sólo de pensar en un desenlace distinto los ahogaba en el silencio y en la necesidad de alejarse lo más posible del infierno improvisado. Se metieron entre las milpas, con ganas de llegar a algún poblado. Encontraron a dos hombres a caballo, a quienes narraron lo sucedido.
-Muchachos, no vuelvan a hacer esto.
-¿Qué?
-¡Esto! Usted, güerito; el otro, con esos pelos de jipi; y las muchachas, tan bonitas. ¿Pues qué es eso de meterse a lo escondido?
De pronto, te detuviste…
-¡Esperen, esperen!, dijiste. Y a Vicky le entró más prisa.
-¿Qué, Enrique? ¡Vámonos! Paola ya se puso como nerviosa.
Gerardo comenzó a reaccionar de acuerdo a su carácter:
-¡Chingue su madre! Vamos a dejar en un lugar seguro a las mujeres y a los bebés, y tú y yo regresamos, Enrique. ¿Va? ¿Nos acompañan, amigos? A este cabrón lo encontramos, hijo de su puta madre, lo macheteamos y lo echamos al asador.
-¡No, no, esperen! ¡Escuchen!
-¿Qué?
-Se oye como si alguien quisiera volver a encender un coche.
Tú y Gerardo regresaron, seguidos de los hombres a caballo. Más allá del lugar del asalto encontraron el carro, abandonado. Tu coche tenía un dispositivo que lo hacía pararse si uno no había apretado el botón especial.
Regresaron por la familia.
De regreso, otra vez el silencio. Tú ibas manejando, sin hablar. Raro en ti, no buscaste la manera de escapar de la realidad. Gerardo, junto a ti, abrió su ventana y dejó que el viento llenara sus pulmones y agitara su pelo.
Ay, Ger –dijo Vicky-, ¿te pido si cierras la ventana? Es que los niños…
Gerardo cerró la ventana. Y el silencio, otra vez.
Después de una curva, soltaste tu mano derecha del volante y agitaste el cabello enmarañado de tu amigo. Gerardo acarició tu pierna, y dijo muchas cosas con ese gesto. Se miraron durante un brevísimo instante...
Y el coche se llenó de su llanto callado, casi mudo pero evidente. Un llanto de carajos, un llanto de rabia, un llanto de miedo, un llanto de estamos vivos.
jueves, 21 de octubre de 2010
Enrique en Ruta 61
jueves, 14 de octubre de 2010
Enrique y el ajedrez II
Esa noche nos reunimos en casa de Enrique y Vicky, en la colonia Nápoles. Andábamos todavía con el susto del día anterior. Apenas cuarentaiocho horas antes, a las 7:19 de la mañana del jueves, la ciudad había sufrido el más trágico terremoto de su historia. Diez mil muertos, treinta mil construcciones destruidas, 68 mil casas y edificios dañados.
Gran parte de esa información, por supuesto, no la teníamos aún a mano; pero lo cierto es que estábamos aturdidos y deprimidos, como si una losa enorme hubiera caído sobre todos y cada uno de nosotros, los chilangos.
Sin embargo y a pesar de todo, decidimos reunirnos un rato.
Enrique –excelente anfitrión, atento siempre a la comodidad de los otros- nos preparó unas deliciosas cubas (todavía no éramos de whisky), sacó aceitunas y restos de queso manchego, los dejó en la mesa, se tiró en el sofá y lanzó el dulce gemido de quien ha decidido ya no moverse en toda la noche. Acercó su vaso al de Octavio, brindó por la salud de todos y encontró para ese momento la más inconveniente de sus expresiones:
-¡Ay, qué felices somos!
Enrique celebró su gracia inoportuna con risas, y acarició mi pierna.
-No, ya en serio, ¿cómo están Gerardo y Maruca? Digo, porque su edificio…
-Bien, bien. Pero sí se pegaron un buen susto. La preocupación es el embarazo de Marugenia.
Gracias a la vocación periodística de Marugenia, todos teníamos noticias de lo ocurrido en Tokio 18-K, así que entre todos reconstruimos lo sucedido en casa de los Aguilar Sámano.
-Ay, sí, ya me contó Mari. Que no se dieron cuenta hasta que Ger chico los despertó.
-Acaban de regalarle un Playmobil.
-Y que dice Ger chico: ¡Pa, Ma, la lámpara está moviéndose mucho!
-¡Chiquito!
-Maru prendió la tele. Vio a Lourdes Guerrero y Juan Dosal como pálidos del susto.
-Y que se asomó a la ventana y vio cómo se movía el edificio de enfrente, cómo se le reventaban las ventanas.
-Y que Gerardo se bañó de volada y que se fue a trabajar. ¿Dónde trabaja Gerardo? Nunca sé.
-En Crédito Mexicano, en San Ángel, junto a Plazza Inn.
-Ay, fue horrible, fue eterno, me dijo Mari.
-¿Sabes que murieron muchas costureras de las fábricas de San Antonio Abad?
Y Enrique encontró entonces el momento oportuno de mover otra de sus piezas:
-¡Deja tú las costureras! A ver con qué cara sale la bebé de Maruca.
¡Ay, Enrique, estás como tomado! –dijo Vicky en un pobre intento de disculpar las frases imprudentes de su marido.
Enrique volvió a reír, porque él estaba convencido de que sus palabras no eran las de un espíritu insensible al dolor ajeno sino las brillantes manifestaciones de un maestro del humor negro. Además, invencible en el tablero ajedrecista de la comedia, este hombre jugaba cada momento con la destreza de quien ya conoce el resultado del juego. Su risa, la risa enriqueana, esa risa que soñaremos toda la vida. Risa de alguien que es público de sí mismo.
De pronto, la risa de Enrique desapareció.
Eran pasadas las 7 y media de la noche. Estaba temblando… de nuevo. Todos nos levantamos. Desapareció la calma. Cesó la conversación.
Está temblando… de nuevo. De nuevo. Está temblando. Todavía. Padre nuestro que estás… ¿Qué hacemos? No sé, no sé. ¿Qué hacemos? Enrique. ¿Dónde está Enrique? La niña, ¿dónde está Paola? Voy por ella. ¡Enrique! La niña no está. ¡Paola! ¡Enrique!
Cuando todos bajamos, ahí estaba Enrique, pálido, serio, muy serio, con Paola en brazos.
-¿Dónde estabas, Enrique? ¡Te olvidaste de todos nosotros!
-De todos, no: tengo a Paola. Sólo pensé en Paola. Aquí está.
Esa noche, el mejor ajedrecista del mundo movió la pieza correcta (como siempre).
martes, 5 de octubre de 2010
Enrique y el ajedrez I
El desplazamiento correcto de uno solo de nuestros caballos, por ejemplo, reduce considerablemente las opciones futuras de todo el ejército contrario, porque lo sitia y lo disminuye en sus capacidades de ataque e incluso de huída.
Y quien domina este juego de cálculos minuciosos no sólo gana las más de las veces, sino que además desarrolla una mente criminal.
Enrique (nos) dominaba en el tablero de ajedrez. De haber llevado su descubrimiento a otros campos de la vida, hoy el mayor de los Pasapera sería considerado como un peligro social.
De hecho, sí practicó en otros campos de la vida su descubrimiento. Y todos, en algún momento, padecimos su gusto por el dominio de las circunstancias.
No uso aquí la palabra criminal en su sentido delictivo, sino de una manera más amplia: el crimen –del latín cernere, separar- como un ejercicio de conjeturas y combinaciones que busca un resultado preciso y contundente.
La palabra crimen tiene una prima griega: se llama crítica, y ésta significa la acción de poner en crisis algo para descubrir su verdadero valor y presentar, entonces, una nueva interpretación de la realidad.
Enrique fue un gran crítico. Y no se puede ser un gran crítico si no se posee una gran inteligencia. Su capacidad crítica, a propósito, llevó a nuestro amigo a cometer crímenes casi perfectos (había un pequeño defecto: le gustaba alardear de sus acciones).
Grandes crímenes se han cometido en la cocina. Crímenes de antología encontramos en la historia de la seducción erótica. Crímenes hay en la música y en la poesía, para felicidad de todos. Hay, por supuesto, crímenes de maldad. A Stockhausen casi lo linchan los tontos (que siempre son mayoría) por haber afirmado que el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York había sido la obra de arte perfecta, la obra mejor ejecutada jamás.
Recuerdo haber pensado esa mañana del 11 de septiembre de 2001:
-¡Enrique, dónde está Enrique!
Me tranquilizó saber que Al Qaeda se había atribuido el atentado; pero no pude evitar el imaginar que Enrique estaba en su casa mirando una y otra vez la tragedia como un drama digno de estudio.
¿Qué quiso decir el genial compositor alemán? Dijo lo que yo quiero decir al hablar de Enrique: él fue un maestro de las conjeturas, un sabio que miraba el mundo como una prodigiosa máquina de resultados predecibles, como un armatoste compuesto de poleas, cadenas, engranajes y pistones.
A ver –parecía pensar este hombre impensable-, si yo muevo aquí, ¿qué pasa? Y si hago el comentario correcto en el momento preciso, ¿qué serie de respuestas generará mi intervención?
Volvamos al ajedrez. Su descubrimiento lo volvió invencible, y su invulnerabilidad en ese juego lo convirtió en un adversario arrogante y poco compasivo con el fracaso de quienes se atrevían a jugar con él una partida. Yo fui –una sola vez- víctima de su inteligencia ajedrecista. Una sola vez, digo, porque no soporté sus burlas y su engreimiento. Preferí platicar con él sobre lo que había escrito Edgar A. Poe en la introducción a Los crímenes de la calle Morgue:
¡Está bien, ganaste! –le dije aquella tarde de abril, mientras el sol tibio dibujaba sombras de persiana sobre la mesa de la sala, en el hermoso departamento que sus padres rentaban en la calle de Donceles-, pero sábete que Edgar A. Poe afirma que una cosa es el cálculo y otra muy distinta el análisis.
¿Y eso qué? –me respondió entre risas mi amigo.
Tú calculas –le expliqué-, pero no analizas. Yo puedo ganarte en damas inglesas, porque ahí se necesita inteligencia reflexiva, y tú eres una inteligencia calculadora. Yo soy perspicaz, tú eres atento, te sabes concentrar sin que se note.
¡No! –dijo Enrique mientras arrancaba el terciopelo verde de un alfil-, yo no me concentro. ¡Yo veo, chico Agus, yo veo! Y veo más allá.
¿Y qué ves más allá? –pregunté paródico pero interesado.
¡Que eres muy pendejo! –la risa lo hizo llorar, y luego arrepentirse: No, no. Te quiero mucho, Agus.
Y siguió con su risa.
Lo cierto es que este juego de origen persa fue para Enrique la más notable revelación de su capacidad premonitoria. A partir de un instante presente, él era capaz de contemplar una serie de acontecimientos futuros. Parecía saber algo muy importante: una frase dicha obtiene siempre una serie limitada de respuestas y reduce el futuro a unas cuantas posibilidades de acción. Hacía, entonces, su movimiento verbal, y lo hacía con tanta precisión que la respuesta buscada llegaba desde su inocencia de alfil hasta el lado opuesto de la diagonal, donde el rey de Enrique se la comía enterita y entre risas.
A veces, la gracia ligera de Enrique nos obligaba a representar el papel del alfil (pesados como elefantes, solemnes como obispos, ridículos como bufones), mientras él -pluma de colibrí que flota- se acomodaba plácidamente en la insportable levedad de su ser.
Continuará.
¿Puedes imaginar qué va a hacer Enrique con ese trozo de carne? ¡Gerardo está cerca!
lunes, 4 de octubre de 2010
El Quique de Octavio
QUIQUE
de un telar; es la hilacha
de un pañuelo que se gasta
entre los dedos.
La muerte es un canario, es un beso,
una cereza, un chocolate, un pandero,
una ola, un trineo.
La vida es una escoba que acaricia
el mosaico, que funde el aserrín
con el polvo y la saliva.
La muerte es un sombrero,
un silbato, un llavero,
una cajita, una moneda,
una linterna,
un traje nuevo.
Olvídate,
desanúdate,
desempólvate,
ilumínate.
La vida es una sombra, un cajón
recién cerrado, un apagón.
Es una cueva, un secreto
bien guardado.
La muerte es una luz,
es hierba fresca, una escalera,
una bengala, un incendio,
un grito,
la luna llena.
La vida es un nudo, el ovillo
de un telar; es la hilacha
de un pañuelo que se gasta
entre los dedos.
jueves, 30 de septiembre de 2010
Enrique Pendiente
Por las mismas razones de la semana pasada (exceso de trabajo), la entrega de hoy se subirá mañana viernes 1 de octubre de 2010.
viernes, 24 de septiembre de 2010
La mirada de Enrique
Por eso no logro llegar a todos los lugares donde quiero estar, y por eso no pude encontrarme en la semana con Octavio para que me platicara de su viaje con Quique a Inglaterra en 1973.
Por ahora, sólo tengo una breve pero contundente afirmación: Ese viaje –me dice Octavio- es un ejemplo de la grandeza de Enrique como ser humano.
Apenas dice eso Octavio, aparecen en mi mente los ojos de su primo.
Ojos claros, ojos atentos, ojos traviesos, ojos siempre fijos en el instante presente. Así veo a Enrique: como un hombre que mira. Podría escribir un cuento sobre él y llamarlo El hombre que miraba.
Porque, al charlar, Enrique mira a los ojos, se fija en su interlocutor, parece poner mucha atención en las palabras. Enrique es un gran conversador: su plática es sabrosa y sabe escuchar.
¿Pero es así? ¿Es cierto lo que digo? ¡Detengámonos!
A ver. Si queremos honrar la verdadera naturaleza de este hombre, advirtamos que tras su aparente interés en lo que le decimos se esconde una segunda intención: el mayor de los Pasapera anhela dinamitar el momento, todos los momentos. Y si encuentra en nuestras palabras la suficiente porosidad, sacará entonces –de alguna parte- la nitroglicerina necesaria.
Porque la vocación esencial de Enrique es el descarrilamiento de trenes.
Enrique no escucha nuestras palabras, Enrique vigila nuestras palabras, que es diferente. Enrique mira nuestras palabras y nuestras frases, las sigue para atraparlas, como un cazador de mariposas fascinado por los colores y los movimientos. Hay en su mirada el ansia del pirómano que busca con un cerillo encendido las zonas combustibles de la conversación. Enrique nos deja hablar para asaltarnos con nostalgias, con bromas pesadas, con mofas, con albures, con expresiones de amor desmedido. Enrique es un pionero del hipertexto: cree en las palabras como ventanas hacia otras dimensiones de la conversación.
Y al final, lo que Enrique busca es resumir el universo de sus instantes en una afirmación que todos hemos escuchado salida de su boca, entre risas y besos: ¡Ay, cómo te quiero!
jueves, 23 de septiembre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010
Enrique en Inglaterra I
Bueno, pues ya es hora de volver a preguntar, ya es hora de que todos conozcamos un poco más esta historia. Porque lo único que sabe el que esto escribe es que el hijo menor de Carcita y el hijo mayor de Mari asistieron a una función de Jesucristo Superestrella en el West End Teathre de Londres.
Dedicaremos dos entregas (o las que sean necesarias) a esta experiencia compartida por los primos hace casi cuarenta años.
Esta primera entrega se reduce a un fragmento de carta hallado y conservado por Alejandra Pasapera, y enviado a la Redacción hace unos pocos días (se respeta la sintaxis original). Después, cuando tengamos más información, publicaremos la segunda entrega.
...y también platicar contigo, papá, más sobre el viaje que tú hiciste acá.
Ocurren cosas insólitas, pues una persona de donde estamos viviendo está dando un coche año 1969 de una marca de aquí en 20 libras (lo que es 640 pesos).
Sobre el presupuesto, no se preocupen, me alcanza muy bien. La que pasa es que me gustaría comprar algo para llevar a México (ya hice cuentas hasta para el viaje a París).
He hecho mucho caso de lo que me dijiste, papá, así que no se preocupen: estoy "en mis manos".
Bueno, me despido de ustedes diciéndoles que son los papás más lindos del mundo y (que) los quiero mucho. Les pido que saluden a mis hermanos y (que) les digan que no me olvido de ellos y que por ahí les compré algo. A Federico díganle que ya vi un equipo de policía inglés que le voy a comprar. Saluden a Mamá Carcita y Guayito, Carcita chica, Papá Alfonso, Memo y Miguel y Paty.
P.D. Me compré una cámara, pues como Enriquito es tan "listo" se le olvidó traer una. Díganle a Memo que le voy a comprar un libro que ya vi de numismática, y que está muy padre. No se les olvide. Dime qué pasó sobre lo de la visa a España. Mándame la dirección de tu amigo, que el menso de Octavio la perdió.
jueves, 9 de septiembre de 2010
Lágrimas y Risas
Querido chico Agus, estoy por irme a Cuautla. ¿Por qué no fuiste a visitarme al hospital? Eres un mal amigo, eres una persona vil. Tu amigo Enrique en una cama de hospital, y tú ni tus luces. Llevamos tres largos años de conocernos, y sabes que te quiero.
¿No siempre me has dicho que tu familia y tus amigos son la maravilla más grande de toda tu vida? ¿Entonces? ¿Qué? ¿Te doy asco o qué? Cabrón. Ya te veo escribiéndome una carta y con lágrimas en tus ojitos, y no por haber ido al baño a hacer del dos sino porque me dejaste solito en el hospital. ¿Qué, soy tu burla o qué? Y no tartamudee ni chille, que ya está grandecito para esas mariconadas.
Vas a tener que pedirme perdón de rodillas, y yo voy a tener que jalarte las orejas, maldito. No me gusta tratarte así, pero ahora te hincas CENSURADO. No mereces todo lo que te he dado, chico Agus.
¡Ah, pero que no fueran Oscarín o Tabis quienes anduvieran mal, porque entonces sí vas, canijo! Seguro no fuiste al hospital porque no quisiste dejar de hacer tus rondines en León de los Aldamas. ¿Son las o los Aldamas? Fíjate y me vienes a contar de rodillas. Eres un ingrato, chico Agus.
¿Y cuándo me mandas mi ejemplar de ÍNSULA? ¿Y por qué ya no se llama Ladrillo Grueso? ¿Y vas a dejar que Gerardo y yo ilustremos con caricaturas cada número de esas mamarrachadas que haces con Octavio desde los tiempos del MAC? ¡Pero si tú eras niño decente del CUM y el Juan Escutia! ¿Cómo se llamaba esa cosa de Octavio? ¡Cretinius! ¡Ay, qué tiempos, don Simón! Pero, mira, nosotros (tu hermano y yo) te prometemos, para tu nueva revista, no poner viejas encueradas. Sólo vamos a ponerte de portada una CENSURADO, que tanto te gusta.
¿Sabes quién está aquí, conmigo, ayudándome a escribir esta carta? Tu hermano, menso. Ay, chico Agus, hasta estamos llorando de la risa.
Si lees esta carta en voz alta frente a tus novios Octavio, Óscar y Arturo, diles que Gerardo y yo les mandamos un mensaje: que CENSURADO.
Con cariño, tu amigo (al que abandonaste en una cama de hospital).
Enrique
jueves, 2 de septiembre de 2010
¡La niña, Enrique, la niña!
Te llevaré, intrépido viajero, a un día de 1983. Toma mi pie y no te sueltes: vamos a volar al revés.
Mira cómo desaparecen los segundos pisos y muchas tiendas. Mira cómo se derriban paulatinamente algunos edificios y cómo surgen otros de los escombros. Escucha la música, las músicas (desde siempre, ritmos y géneros han hecho de esta ciudad una caja de ruido permanente): Chico Che, Michael Jackson, Flans, Lionel Ritchie.
Al volar hacia atrás sobre la ciudad, descubrimos otras ciudades, otras calles, glorietas que habíamos olvidado, casas que aún soñamos.
Estamos llegando a la Colonia Roma. ¡Mira cómo era Avenida Oaxaca! Sí, su belleza vuelve. Ya llegamos. Entremos a ese pequeño edificio.
Ha de ser domingo, seguramente, porque vemos a toda la familia reunida en casa de los Herrero (en los pisos 3 y 4 de Oaxaca 37). Tomémoslo con calma, porque esto va a durar hasta las siete u ocho de la noche, cuando alguien rompa algún búho de porcelana o Enrique Grande se enoje con todos y jure no volver.
Fíjate, invisible visitante, en Enrique Chico. No lo pierdas de vista: mira sus ojos inquietos. Parece que trama algo, ¿verdad? Parce un adolescente que busca a la víctima de su próxima diablura. Su media sonrisa lo delata, pero como todos están en lo suyo y en lo de otros, nadie sospecha lo que pasa por los laberintos de esa mente pasaperina.
¿Qué hora es? Ha de ser el principio de la larga sobremesa, porque las mujeres ya se encuentran en la sala, con un sabroso café servido en tazas multicolores, ese café chiapaneco que Guayito presume como si algún Zepeda hubiera cosechado y molido con sus propias manos los bronceados granos, merecedores éstos de un poema escrito en mil novecientos cuarenta y siete…
-No, cuarenta y ocho. A ver, voy por mi carpeta y les leo algunos versos…
-¡No, Guayito, por favor! Después, más tarde, siéntate.
-¿Te acuerdas, Guayito, cuando casi me ahorcas? –suelta Enrique Chico.
-No, no me acuerdo.
-Mari, ¿dónde quedaron las llaves del carro? –interrumpe Enrique Grande.
-¡Allá abajo!
-¿Y qué hacen mis llaves allá abajo, Quique?
-No, digo que fue allá abajo donde Guayito quiso ahorcarme.
-¡No digas eso, Enrique! Es muy feo –dice Car mientras baja la escalera de caracol.
-Andabas paseando al Jipi, y yo te agarré la pierna y te ladré –narra Quique, y ahora se percata complacido de que al fin tiene a todos de público: ¡Y que me agarra del cuello Guayito!
-Le dijo, todo rojo y sin soltarlo –remata Octavio entre risas-: ¡El último que me hizo eso no vivió para contarlo!
-¡Déjalo, Beto, yo recojo los vidrios! Tráete la escoba, Tabito.
Octavio da un beso a su madre y obedece, mientras Mamá Carcita golpea amorosamente a Enrique Chico, y luego lo abraza para decirle algún secreto al oído. Quique sonríe y mira a la abuela con ternura y paciencia.
No intentes distinguir una conversación coherente, visitante del futuro, porque aquí nadie mantiene un tema ni sostiene un diálogo. Son rumores, discusiones, regaños, bromas y recuerdos, y todos tienen algo que decir hacia varias direcciones. Siéntate a disfrutar del aroma y de la algarabía de una familia mexicana por cuyas venas corre la España ancestral y la nostalgia de tiempos mejores, cuando las señoritas eran señoritas, no que ahora…
-Y no lo digo por nadie presente, sino por aquellas otras muchachitas, ¿cómo se llamaban?
-¿Quiénes?
-¡Las putitas! Porque eran medio putitas, ¿o no?
-¿Quién me sirve un brandy? ¿Sigue dormida Paola?
-Sí, mamá.
-¡Ay, despiértala y bájala, Enrique, por favor!
Al rato, mamá -responde Quique, y sus ojos brillan mientras su mirada recorre la sala.
¿Ya notaste, espantado intruso, que la sonrisa de Enrique Chico se parece ahora a la del doctor Caligari?
En la pequeña cantina que divide sala y comedor, los varones discuten con vehemencia quién sabe de qué. Enrique Grande extiende el brazo hacia Eduardo, para quitarle la palabra.
-¡Escucha, escucha! ¡No estás escuchando!
-¿Qué quieres que escuche, papá? Una de tus necedades.
-¡Mira, no me hables así, Eduardo, porque te suelto una cachetada!
-A ver, pues, dime.
-¡Estás tomado, Enrique, deja a tu hijo en paz! –dice Mari, ceñuda, desde la sala.
-Se ponen insoportables.
-¿Y dónde están mis llaves?
-¡Tabito, te habla Gerardo! Que si no has visto a su hermano.
-Contesto en la cocina.
-¡Baja a Paola, Quique, queremos verla!
Enrique Chico sube por la escalera de caracol y desaparece en uno de los cuartos. Pero en menos de un minuto ya está de nuevo a la vista. Baja las escaleras con tiento y con Paola entre los brazos. ¡Paola, chiquita!
¡Con cuidado, Quique! –ordena pausado Enrique Grande desde la cantina.
La niña está envuelta y escondida en una frazada estampada con ositos color de rosa. ¡Es la nieta, la primera Pasapera! ¡Ay, qué chula, bájala, Enrique, queremos verla!
Quique se encuentra ya a la mitad de la escalera, sonríe y enternecido intenta descubrir el rostro de su hija para mirarla y hacerle gracias…
-Ay, mijita preciosa, cosita bonita, ¿quién la quiere más? ¡Su pa…!
Pero no termina Quique de pronunciar su parentesco cuando de pronto pierde el equilibrio, trastabilla, tropieza, intenta asirse del pasamanos… y Paola sale disparada hacia adelante.
En unos segundos, la niña se estrella contra la barandilla, rebota por los escalones, pierde su frazada y parece que en cualquier momento quedará desmembrada y sangrante a los pies de toda su familia.
En todo ese brevísimo tiempo, los gritos ensordecen el momento, hay amagos de llanto, todos se levantan, es el fin del mundo, Mamá Carcita cubre su rostro con manos angustiadas, nadie sabe qué hacer, qué decir, los gritos siguen, los ojos de todos se han cubierto con un ardiente velo de espanto y de terror.
Domingo sangriento. La criatura no se mueve, Octavio decide acercarse, la levanta… y al hacerlo se escucha la risa de Enrique Chico, sentado en las escaleras, doblado de dolor por sus propias carcajadas y por su exitoso performance. Octavio toma a Paola y la lanza hacia su primo, quien atrapa a la niña:
-¡Es una muñeca, es una muñeca!
-¡Y tú eres un idiota! ¡No tienes vergüenza! ¡Ay, Dios mío, tengo taquicardia! ¡Alguien que vaya a ver a la niña, está llorando!
Car, Mari y Mamá Carcita lloran. Vicky, la madre de Paola, ríe nerviosa. Enrique Grande ya se enojó en serio, y quiere golpear a su hijo y largarse. Alberto fuma en un rincón, Eduardo y Octavio ríen al recordar cuando Quique se orinó en la escupidera decorada que la tía abuela le regaló a Agustín (una bellísima pieza del siglo XIX).
-¡Rebosaba de espuma!
Sentado en las escaleras, a través de la barandilla de metal, Quique contempla satisfecho su obra. Paola llora de vida.
jueves, 26 de agosto de 2010
Dos admiradores de Napoleón
Principios de los 80. En quién sabe qué pueblucho.
Enrique y Gerardo dejan a sus respectivas mujeres en el hotel con la intención de pasearse un rato sin ellas. Una sana excursión sin segundas intenciones, pero sin la vigilancia femenina.
De pronto, ya con alcohol en el impetuoso mar de sus almas, los alegres compadres encuentran un night club de tercera cuya marquesina anuncia la presencia de José María Napoleón.
-¡Mira, Gerardo, el poeta de la canción!
-¡José María Napoleón! –responde Gerardo con ampulosa gravedad-. ¿Te digo una cosa, Enrique? Pero no cuentes esto ni a Óscar, ni a Agustín ni a Octavio, porque me excomulgan.
-¡Te gusta el Pajarillo! Siempre te ha gustado el pajarillo, pinche Gerardo, háblame con la verdad –dice entre carcajadas Enrique.
-Me gusta la canción Pajarillo, de Napoleón. Hasta me sé la letra.
Gerardo y Enrique se abrazan y se balancean frente a las puertas del night club, y cantan al unísono:
Enrique interrumpe la canción y acerca su rostro al de su compañero de juerga:
-Oye, ¿y si mejor nos vamos de putas?
-¡No manches, pinche Enrique! –dice Gerardo-. Nos mandan derechito a la gáver.
-¿Quiénes, las putas?
-¡No! Nuestras mujeres lindas y chulas.
-¿A poco la Maruca se encabrona? Yo voy a hablar con ella, pinche Gerardo. Ellas saben que las amamos. No vamos a hacer nada malo –advirerte Enrique-, sólo vamos a coger…
-¡Ah, bueno! –responde Gerardo, y una risa estentórea estalla en sus gargantas y hace ondas en el sucio charco de la acera.
-A propósito, ¿te sabes el chiste de los dos borrachitos?
-¡Otros borrachitos! ¿Verdad?
-Sí, otros. Sucede que van dos borrachitos, y uno le dice al otro: ¿Y si nos vamos de putas? Y el compadre le dice: ¡Pero no tenemos dinero, compadre! Y le dice el primero: ¡Pus no nos cobramos!
Las risas de Gerardo y Enrique espantan a un perro enclenque que ya buscaba calorcito entre las piernas de los dos amigos. Y entre risas, los dos borrachitos entran al night club para corear el éxito Hombre.
Hombre, si te dices hombre –cantan Napoleón y su público-, no interrumpas tu jornada... o harás de esta vida tumba y de la tumba morada.
¡Morada me la vas a dejar! –grita Enrique, ahogado de la risa; y tres señoras de la mesa contigua lanzan a los compadres miradas que son dagas.
Si has de tener una rosa –siguen cantando Napoleón y su público-, tienes que mirar la espina. Si no sabes del dolor, no sabrás de la alegría.
¡Alegría te voy a dar esta noche, Napito! –grita Gerardo, y apura su quinta cuba libre. Las señoras de la mesa contigua lanzan a los compadres miradas que son espadas; pero ni dagas ni espadas penetran la felicidad acorazada de los dos impertinentes, quienes se levantan con ganas de enriquecer con su presencia el espectáculo.
Enrique reta a Gerardo:
-¡Súbete, hombre! ¡Cuéntales un chiste!
En un descuido de Napoleón, Gerardo sube al escenario y le coloca al cantautor su sombrero de vaquero inconsciente. La canción ha terminado, así que Wichili McCoy tiene tiempo de tomar el micrófono:
-Soy su admirador, señor Napoleón. ¿Me deja contar un chiste? Ahí tienen ustedes que van dos borrachitos…
Enrique llora de la risa, porque ya se sabe el final del chiste. Aplaude y se inclina a saludar a las señoras que antes intentaron apuñalarlos con la mirada.
-Es mi amigo Gerardo. Es un buen tipo, pero está borracho. ¿Gerardo? ¿No vieron a mi amigo Gerardo?
Gerardo ha sido levantado en vilo por los guaruras de Napoleón.
Ya lo llevan por la Salida de Emergencia a la calle trasera del night club. Entre empujones y jaloneos, Gerardo invita a los guaruras a corear la siguiente canción: ¡Ella se llamaba Martha, ella se llamaba así, ella se llamaba Martha, se llamaba Martha, se llamaba así!
Enrique sale solo por la puerta principal, da la vuelta a la manzana y encuentra a su amigo tirado en el suelo:
-Enrique, ¿te sabes el chiste de Su sombrero y su bastón?
Enrique levanta a su compinche, y los dos compadres se pierden abrazados en la oscuridad del pueblo, entre risas y chistes viejos.
-¡Cómo te quiero, pinche Gerardo!
Un perro enclenque los sigue, entre risas, ladridos y toses.
miércoles, 18 de agosto de 2010
La Hipopótama
Al ver a esta hermosa criatura, Alejandra Pasapera recuerda las palabras de su hermano:
-¡Por fin, Ale!
-¿Por fin qué, Quique?
-¡Por fin pude esculpir a mi verdadera mujer! Una mujer hecha a mi imagen y semejanza.
- ...
-¿Sabes, Ale? Lo primero que esculpí fue su par de pompitas, y ya desde entonces quedé enamorado de mi hipopótama.
miércoles, 11 de agosto de 2010
Dos tipos de cuidado
Puerto Escondido, a principios de los 80.
Con la idea de lavar sus trajes de baño, Marugenia, Victoria y Patricia deciden nadar desnudas en un pequeño brazo de mar que toca la alberca del hotel. Pero estas cándidas mujeres parecen haber olvidado quiénes son sus acompañantes: Enrique Pasapera y Gerardo Aguilar (Octavio duerme en un camastro y espera el regreso a su amada ciudad, para alejarse lo más pronto posible de una naturaleza cruda y hostil que sólo ofrece incomodidades).
Al verlas desprenderse de sus trajes de baño, Gerardo y Enrique, socios vitalicios del disparate y la barbaridad, comparten el mismo pensamiento. Se miran de soslayo, y brota en sus rostros una discreta sonrisa de malicia.
¡Vamos, ahora! –susurra Enrique, y su amigo lo sigue hasta los trajes de baño de sus mujeres. Toman las prendas y las lanzan al mar.
Las prendas van y vienen al ritmo de la marea, entre las risas de Enrique y Gerardo… y el sueño profundo de Octavio.
Les dijimos de todo –recuerda Marugenia-. No podíamos salir por ellos, y veíamos nuestros trajes cómo iban y venían. El de Vicky era de una pieza, y nunca regresó. Patricia recuperó el suyo. Yo rescaté la parte de abajo de mi bikini. Así que obligamos a Enrique y Gerardo a conseguir algo para salir de ahí.
Ellos, entre empujones y abrazos, van a buscar algo con qué sustituir la pérdida. Las mujeres los ven alejarse, y escuchan a Enrique decir en su algarabía: ¡Qué felices somos!
Las mujeres salieron de ahí con paliacates y toallas.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Desde los ojos de una mujer
Miércoles 19 de junio de 1974.
Tirada en su cama, una adolescente extremadamente delgada, de buena ortografía y sintaxis de la patada escribe:
Espero que este día lo pases muy contento, o lo estés pasando. Me gustaría estar contigo para decirte lo mucho que te quiero, aunque eso no se puede. Ten la seguridad (de) que estoy contigo. Creo que no es necesario de regalos ni de palabras de felicitación, porque con decirte que te quiero creo que es el regalo más padre, ¿no?
Al principio, me sentía indecisa; pero ahora tengo la seguridad (de) que eres lo máximo para mí. Y espero que no lo tomes como hipocresía porque es la verdad, aunque no lo creas, porque yo soy de las personas que aunque no te lo demuestre lo siento, y con eso me basta para estar segura de lo que siento. Y siento que te quiero. Y mucho. Y que me gustas mucho. Creo que con estas palabras debes estar seguro que en verdad te quiero. Y si no lo estás, ya te convencerás.
Yo no necesito de regalos. Me basta con que me demuestres que me quieres, y ése es el mejor regalo que me puedes hacer. Y creo que tú también quieres eso. Por eso, tu regalo es mi amor. ¿Lo entendiste? Muchas felicidades. Te adoro.
Martes 7 de mayo de 1974.
En casa de su abuela, la misma niña escribe otra carta:
Enrique, no sé, pero creo que te me has metido en la cabeza y en el corazón. Creo que te he empezado a querer mucho. Espero que tú también. Si algún día entre tú y yo no hubiera nada más que amistad, te pido que no nos guardes rencor. Pero creo que nunca va a pasar, ¿verdad?
Oye, Enrique, ¿me quieres? ¿Crees que te convengo? Espero que estas preguntas me las contestes, porque quiero saber a qué atenerme. Pero yo sé que me vas a contestar positivamente, porque yo creo que tú me quieres, ¿o no?
Enrique, no te voy a poder ver en uno o dos semanas, porque mi mamá nos castigó a las tres. Yo también tengo muchas ganas de verte, pero no desesperes. Te quiero.
Dos semanas después, el martes 21 de mayo, la colegiala escribe una tercera carta a renglón seguido. Esta vez, la ortografía tiene sus grietas (corregiremos la escritura de la escuincla, para beneficio de los lectores, quienes se encuentran a 36 años de distancia de los hechos que motivaron las palabras de la enamorada):
¡Oye! ¿Qué te pasa? ¿Qué traes contra mí? Me he dado cuenta que no te importo, que no me haces caso; ya no me ves. Dime si ya no te intereso, pero no me tengas así. La semana que estuve en casa de mi abuelita te vi nada más el martes… y un rato. El miércoles y el viernes no tuve clases, y no fuiste. Ya sé que no te gusta ir a casa de Fernando, pero tú no vas a ver a Fernando ni mucho menos a su mamá, sino (que) me vas a ver a mí (bueno, eso creo). Y cuando vas te enojas de todo. Todo te molesta. ¿O no? Si ya no quieres andar conmigo, dímelo. No creo que no puedas decírmelo. Pero no me tengas así. A veces me dan ganas de verte, de estar contigo… y tú tan feliz. Y cuando vas, me andas contentando y me dices que soy muy rara. ¿Pues cómo quieres que sea? Creo que le importo más a Aldo que a ti. Te repito, si no me quieres, o si quieres andar con otra muchacha, dímelo… y aquí termina todo. Tu novia.
jueves, 29 de julio de 2010
En el principio fue Enrique
En el principio fue Enrique. Después, siguió el desorden.
La travesura brota a cántaros de sus manos y de sus ojos, esos ojos claros que miran la vida con ganas de inventarla de nuevo. Hay que desmontar la vida y luego volverla a armar, parece decir este ser insólito e irrepetible ser que se divierte entre risas y falsas disculpas.
Desde que llegó esta criatura hermosa, el mundo está más chueco. ¿Ya se fijaron? Todo está como ladeado, como si alguien hubiera decidido reconstruir con los pedazos de sus estropicios la escenografía alucinada de El Gabinete del Doctor Caligari.
Sí, el mundo está más chueco desde que nuestro Enrique apareció (nuestro, nuestro, nuestro). Pero desde entonces el mundo es mejor, mucho mejor. Es un mundo más Groucho Marx que antes.
Incapaz de tomar en serio cosa alguna, Enrique nos devolvió la risa.
Desde el fondo de María Herrero, su madre, surgió Enrique, duende inefable que cautivó con su bondad estrambótica a los buenos... e irritó a los papanatas, a esos tontos que creen que la vida es forma y nunca contenido.
A veces, después de alguna broma de mal gusto o un destrozo voluntario, Enrique soltaba la carcajada y decía, convencido de su comedia permanente:
-¡Qué felices somos!
E inmediatamente llegaba la risa desatada, cuenta Marugenia Sámano, una carcajada que servía para glosar su mala conducta desde una alegre ironía.
Una vez -dice la mujer de Wichili McCoy-, al regresar Gerardo de la chamba en Banco Continental y quitarse el saco, se regó confeti por toda la alfombra. ¡Gerardo traía las bolsas llenas de confeti que Enrique había preparado minuciosamente con la perforadora de la oficina!
Y en otra ocasión, el mismo Gerardo llegó muy enojado: aventó el saco al sillón y se dejó caer en el sofá, agotado.
-¿Qué pasa?
-Pinche Enrique, me engrapó las mangas del saco.