miércoles, 3 de noviembre de 2010

Nunca te vi llorar


Cierro los ojos para mirar tus ojos. Busco en mi memoria el recuerdo de tus lágrimas, y nada: pura luz, pura exploración del mundo que te rodea, casi siempre con la intención de modificarlo, alterarlo, trastocarlo.

Tus ojos son puros brincos de mirada inquieta.

Tus ojos no son pozos. Tus ojos son catalejos, obeliscos, brazos (su objetivo está afuera de ti). Parece como si tus ojos no quisieran mirar hacia el abismo de tus adentros. Apenas llegas, por equivocación, a los acantilados de tu ser, das la media vuelta, dices cualquier cosa y nos distraes con tu risa.

Nunca te vi llorar, Enrique. Llorar de la risa, sí; pero llorar llorar, nunca.


Cierro los ojos para mirar tus ojos, y ahora los comparo con los ojos de tus hermanos, de tu primo, de tus padres, de tu hija y de tus amigos. Cierro los ojos y miro una fila de ojos conocidos. Los reconozco por su mirada. Y por sus lágrimas. A todos los he visto llorar. ¡A todos, Enrique! Menos a los tuyos.

Sólo sé de una vez que algo te arrancó lágrimas.

Sucedió a fines de 1982 ó principios de 1983, en Milpa Alta. Ha de haber sido domingo. Saliste de Día de Campo con Vicky, Alejandra, Marugenia y Gerardo. Llevaban a los niños (Paola y Ger chico).

Buscaron un sitio tranquilo para colocar el mantel en la yerba, colgar la hamaca entre dos árboles, encender el anafre y asar unas carnes deliciosas.

El error fue pensar que hallarían la tranquilidad en un lugar apartado y solitario.

Sea como sea, lo encontraron. Y ya estaban ahí, muy tranquilos.

Mientras tú colocabas el carbón y preparabas la lumbre, las mujeres se alejaron un poco para hacer del baño. Gerardo, mientras, instaló la hamaca y se sentó con su hijo a mecerse plácidamente.

Cuando regresaron, las mujeres se encontraron con una escena de espanto: un hombre embozado apuntaba con una pistola a la cabecita de Jerry (la distancia era poca, pero la suficiente como para que Gerardo no pudiera pensar en desarmar al asaltante).

-¡Denme todo, cabrones, o me chingo al chamaco!

Tú te quedaste absolutamente quieto, con el atizador en la mano derecha, negra de carbón. Trataste de hablar con los ojos para decirle algo a Gerardo, quien estaba también sin saber qué hacer. Vicky apretó entre sus brazos a Paola, mientras Marugenia y Alejandra trenzaron sus manos con la tensión de la angustia.

¡Calmado, amigo, calmado! –dijiste suavemente, evitando cualquier arrebato de enojo-. Llévate todo, no hay pedo; pero deja de apuntar.

-¡Cállate, cabrón! ¡Aviéntame las llaves del coche!
-Están puestas, mano. Llévatelo.

El hombre miraba hacia todas partes y daba instrucciones con la cabeza y la mano libre, dando a entender que no estaba solo, que bien podría venir acompañado de otros hombres. Y ustedes no se atrevieron a dudar: el pavor los hizo ver a varios maleantes escondidos en la maleza. Marugenia aprovechó un instante para desprenderse de la mano de Alejandra, quitarse los anillos y arrojarlos al suelo.

No me preocupaban los anillos –me dice hoy Marugenia-, sino que el tipo encontrara nuevas razones para seguir amagando a Jerry.

El hombre caminó hacia el coche, sin dejar de apuntar hacia el escuincle, cuyos enormes ojos trataban de entender el significado del juego.

-Ni se muevan, hijos de su rechingada, porque me chingo al chamaco.

Por fin, el hombre subió al coche y lo encendió.

Cuando lo vieron lejos, no pronunciaron una sola palabra, sólo recogieron las cosas y apuraron el paso hacia el lado opuesto. Su silencio era la manifestación dolorosa de quienes han visto muy de cerca la muerte trágica, indigna y estúpida. Su silencio era la mezcla de rabia e incomprensión pero también la secuela del miedo. Sólo de pensar en un desenlace distinto los ahogaba en el silencio y en la necesidad de alejarse lo más posible del infierno improvisado. Se metieron entre las milpas, con ganas de llegar a algún poblado. Encontraron a dos hombres a caballo, a quienes narraron lo sucedido.

-Muchachos, no vuelvan a hacer esto.
-¿Qué?
-¡Esto! Usted, güerito; el otro, con esos pelos de jipi; y las muchachas, tan bonitas. ¿Pues qué es eso de meterse a lo escondido?

De pronto, te detuviste…

-¡Esperen, esperen!, dijiste. Y a Vicky le entró más prisa.
-¿Qué, Enrique? ¡Vámonos! Paola ya se puso como nerviosa.

Gerardo comenzó a reaccionar de acuerdo a su carácter:

-¡Chingue su madre! Vamos a dejar en un lugar seguro a las mujeres y a los bebés, y tú y yo regresamos, Enrique. ¿Va? ¿Nos acompañan, amigos? A este cabrón lo encontramos, hijo de su puta madre, lo macheteamos y lo echamos al asador.

-¡No, no, esperen! ¡Escuchen!
-¿Qué?
-Se oye como si alguien quisiera volver a encender un coche.

Tú y Gerardo regresaron, seguidos de los hombres a caballo. Más allá del lugar del asalto encontraron el carro, abandonado. Tu coche tenía un dispositivo que lo hacía pararse si uno no había apretado el botón especial.

Regresaron por la familia.

De regreso, otra vez el silencio. Tú ibas manejando, sin hablar. Raro en ti, no buscaste la manera de escapar de la realidad. Gerardo, junto a ti, abrió su ventana y dejó que el viento llenara sus pulmones y agitara su pelo.

Ay, Ger –dijo Vicky-, ¿te pido si cierras la ventana? Es que los niños…

Gerardo cerró la ventana. Y el silencio, otra vez.

Después de una curva, soltaste tu mano derecha del volante y agitaste el cabello enmarañado de tu amigo. Gerardo acarició tu pierna, y dijo muchas cosas con ese gesto. Se miraron durante un brevísimo instante...

Y el coche se llenó de su llanto callado, casi mudo pero evidente. Un llanto de carajos, un llanto de rabia, un llanto de miedo, un llanto de estamos vivos.

4 comentarios:

  1. La versión de mi madre adornada por mi.. me la contó hace unos días a petición mía antes de leer esto:

    ~picni~ en la marquesa

    Llegamos en una camioneta prestada por mi abuelo quién se ocupó de instalarle un dispositivo de seguridad que consistía en una pieza que al desprenderla el coche dejaba de encender.

    3 hombres tomados, ahí en el Cici Tec, ganaron la desconfianza de mi madre. Llegaron al lugar donde montaron de entrada una hamaca entre 2 áboles, termo con cafecito en mano...

    Dice mi madre -...un mantelito y así, cosas pa la comilona. Estábamos conviviendo, como cumpliste 6 meses, tenías puestos unos aretitos de oro que te regalaron y brillaban bastante...-

    Se ve que Gerardo –de aquí soy– con el niño en brazos no se levantó. Yo en una cunita, seguramente haciendo burbujas de baba o chupándome el dedo debajo de una sombrita campirana.

    Que llega el hombre este: chaparrito, con un paliacate rojo y sombrero, una pistola grande que parecía, después lo platicaron, de juguete.

    Amenaza, asalto. Mi papá se quitó el reloj, el hombre insatisfecho.
    -Se enojó más y dijo que nos echáramos al suelo boca abajo.-

    Mi mamá se empezó a preocupar de que me viera los aretes, se angustió y le salió de las entrañas el espíritu guadalupano:
    -¿Ud. cree en la virgen de Guadalupe? porque lo está viendo, y eso que ud está haciendo está mal...-

    Se aventó un ave maría o algo así y se dió cuenta que le movió algo al cabrón ese que pedía a gritos que no lo miraran a la cara.

    Las llaves del coche y que no arranca, entre los nervios y que mi mamá le quitó el seguro ese pa que no arrancara.

    -20 minutos, si se mueven me los trueno- advertencia del fulano que huyó. No esperaron tanto para correr hacia el lado contrario.

    Estaban todos nerviosos y pálidos cuando llegaron con los hombres "tomados" quesque judiciales:
    -¿Los asaltaron verdad? tons vamos de cacería–
    Mi papá dijo -nos quitaron el dinero y a mi el reloj, quédenselo...

    La anécdota yo evidentemente no la recuerdo más que como eso y por supuesto que la cuento con más adorno y la jiribilla de la mentira donde me invento que el asaltante me estaba apuntando a mí y que porqué no yo soy guadalupana a partir de ese momento... se vale el juego de la historia, creo yo.

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  2. yo lloro por todos, los mares que he llorado: especialmente los de alegría, cubren la cuota de lágrimas de varias vidas.

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  4. Con el recuerdo de tu madre y el recuerdo de Marugenia, haré un ejercicio de coincidencia con la realidad (que publicaré aquí próximamente). Y bien por tus lágrimas. Hay en ellas toda una gramática de la vida, y su sintaxis y su ritmo resucitan a nuestros invisibles (estoy convencido que ellos hablan con lágrimas). ¿Qué hay de verdad en todo esto? La misma verdad que hay entre la historia de Marugenia y tu mamá. Su recuerdo es muy diferente... ¡y, sin embargo, el hecho fue real!
    Por eso, con lágrimas, recordamos el porvenir, aunque naturalmente nuestro recuerdo sea confuso y personal. Por eso, ahora, Enrique Pasapera Herrero es Paola Pasapera Marentes y Agustín Aguilar Tagle y Óscar Fernández Tenorio y Octavio Herrero... y todos lo que aún sueñan con Él. Es lo que entiendo por Dios. Dios es un proceso. Enrique y Gerardo son parte de ese proceso.

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