miércoles, 24 de noviembre de 2010

Te miro a través de las palabras


¡Esta vida, Enrique! No alcanza el tiempo para sentarse a escribir sin prisas. Dejé pasar un jueves porque no tuve tiempo de reposo para platicar contigo. Ahora lo hago, y espero que perdones mi dilación. Mira, para disculparme, te muestro esta carta de Paola a Santa Clos que Alejandra, tu hermana, me hizo el favor de digitalizar.

Me queda claro que tú ayudaste a Paola a redactar el mensaje. ¡Pero la firma es suya, eso que ni qué! Bueno, seguramente tú tomaste su mano y la fuiste guiando: pppppp aaaaa ooooo lllllll aaa.

Tu mano sobre su mano, tu mano sobre la mano de tu hija.

En este momento -estoy seguro-, Paola besa su mano para besar tu mano.

He decidido escribir esto en un lugar que me gusta mucho, el Groove (ya te contaré de él). Acabo de pedir una sopa de lentejas, y la espero con un whisky a tu salud.

Es un decir. Ríete, si quieres.

Es curioso, querido amigo: se repite contigo lo que ha sucedido con Gerardo (y aquí voy a hablar por todos, porque imagino que todos compartirán mis palabras): nos estamos acostumbrando a no verlos, y eso me espanta.

Por eso hablo contigo: para verte, para verte, para verte.

Me chocan estos ojos inútiles que no me sirven para verte. Odio estas manos que no pueden tocarte. Te miro a través de mis palabras, porque mis ojos sólo saben llorar. Y llorar es bueno –lo admito-; pero el llanto no te devuelve la vida. El agua de tres años no me ha devuelto a Gerardo. Entonces, ¿sabes qué?, renuncio a las lágrimas (sólo saldrán cuando pierda el control de mí mismo, cuando piense que no hay remedio, que ya no existes -y pensar eso sería renunciar a ti, a mi hermano, a mi madre).

¿Para qué pueden servirme estos ojos si con ellos no puedo mirar lo que amo?

Fíjate que no digo que a ti y a Gerardo los hayamos dejado de llorar, de amar, de soñar, de pensar. Lo que digo es que su invisibilidad está volviéndose parte de la vida (y digo invisibilidad porque no tengo la más remota idea de lo que es la muerte: lo único que me consta es que no te veo -y así se lo digo a mi gemelo precioso en una canción).

Nos estamos acostumbrando a no verlos, Enrique.

Es como si así hubiera sido siempre.

-Oye, ¿qué sabes de Gerardo y Enrique?
-Nada. Siguen muertos.
-¿Y ya no van a volver?
-Quién sabe. Todo indica que no. Pero no me hagas caso. Tal vez…
-En fin. ¡Qué frío hace! ¿Verdad?
-Sí. Y dicen que va a hacer más frío en diciembre.


Personajes de Beckett. Eso somos: personajes de Beckett. Patéticos. Acaba de sucedernos tu muerte y la muerte de Gerardo, y no se nos ocurre nada mejor que aceptarlo y consolarnos mutuamente con la idea de que así son las cosas.

No. Así no son las cosas. Hay algo que falla aquí, y voy a descubrirlo.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Enrique en Ruta 61

Y, bueno, Enrique, llego el 23 de octubre. ¡Sábado! Seguro sabes que ese día Gerardo y yo cumplimos años.

Esta vez llegamos a los 55.

Déjame contarte lo qué hicimos, sólo para que lo recuerdes, porque tú y Jorsito estuvieron ahí –fue evidente su presencia, al menos para mí-.

Hace ratito, tu hija me preguntó que cómo estuvo. Paola no pudo asistir, porque... ¡Ya la conoces! Es aspirante del horizonte: lo ve y quiere alcanzarlo.

La cosa es que en mayo, en una entrevista que di, se me ocurrió decir que el 23 de octubre convocaría de nuevo a Las Señoritas de Aviñón y a Vieja Estación para dar un concierto y celebrar la vida de Gerardo (ya lo habíamos hecho una vez, el 18 de enero de 2008). El pretexto sería presentar el álbum Yo soy la mosca, disco que contiene canciones de mi hermano y dos piezas compuestas para él, una de Octavio (Blues para Gerardo) y otra mía (Wichili McCoy).

¡Qué fácil es prometer y decir y hablar! ¡Sí, cómo no –dije en la entrevista-, a huevo, el 23 de octubre hacemos un concierto!

Cuando salí de la entrevista, me di cuenta que acababa de comprometerme ante las cámaras de televisión (televisión por internet, poca audiencia, pero al fin y al cabo televisión). ¿Pero cómo se me ocurren esas cosas?

Yo no tengo banda ni soy jefe ni nada. Pero ya sabes: igual que tú y Octavio, tengo un encanto especial para evitar que me digan que no. Octavio más, pero tú y yo no cantamos mal las rancheras. Si a ti se te ocurría un campamento, de pronto todos aparecíamos en medio de la nada, muriéndonos de frío, en casas de campaña mal equipadas. Y tú haciéndonos bromas muy pesadas. ¿No? ¡No te hagas!

¿Te acuerdas de Avándaro?

Tres de la madrugada, medio pedos, creo que hasta con chubi dubi, profundamente dormidos. Tú y Gerardo colocaron uno de los autos frente a las tiendas de campaña, pusieron la alarma y encendieron los faros delanteros…

¡Un ovni, un ovni! –gritaron ustedes. Y ahí vamos todos, de pendejos.

Nos levantamos, salimos de las tiendas para ver el ovni que acababa de bajar exactamente ahí, a unos metros del campamento. ¿Y qué era? ¡Nada, carajo! Que Enrique y Gerardo estaban echando desmadre a esa hora, atacados de la risa.

Octavio y Óscar se enojaron de veras. Vicky y Maru aprovecharon para ir a hacer pipí al lago. Alejandrita se puso a llorar (¡Déjenme dormir! Te voy a acusar con mi papá, Enrique). Federico se escondió en su sleeping bag:

-¡Chinguen a su madre, pendejos!

Oye, a propósito, ¿fuiste tú el que se tomó la última Coca Cola que quedaba al final del campamento en Mil Cascadas? Carajo, pinche Enrique, no te rías: era para todos. Arturo levantó sospechas contra Eduardo. Luego, todos dudaron de la inocencia de Alberto. ¿Quién fue? Fueron tú y Gerardo. Yo no pude haber sido, porque me fui más abajo a comer caviar con Alfredo Dabó y Carlos Giribet. Luego, ya de regreso, todos (coordinados por ti) fueron jodiéndome en el camino:

-¡Ahí va el putito que come caviar con galletas Ritz! ¡Putito, putito!

Sólo las mujeres me defendieron, pero mal: ¡Ay, ya, dejen de molestar! No es putito, sólo es delicado.

Y todo por tu culpa, Enrique.

Pero no estábamos hablando de eso, sino del concierto del 23 de octubre pasado...

Luego le sigo. Mientras, sigan flotando tú y Gerardo.

Continuará.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Nunca te vi llorar


Cierro los ojos para mirar tus ojos. Busco en mi memoria el recuerdo de tus lágrimas, y nada: pura luz, pura exploración del mundo que te rodea, casi siempre con la intención de modificarlo, alterarlo, trastocarlo.

Tus ojos son puros brincos de mirada inquieta.

Tus ojos no son pozos. Tus ojos son catalejos, obeliscos, brazos (su objetivo está afuera de ti). Parece como si tus ojos no quisieran mirar hacia el abismo de tus adentros. Apenas llegas, por equivocación, a los acantilados de tu ser, das la media vuelta, dices cualquier cosa y nos distraes con tu risa.

Nunca te vi llorar, Enrique. Llorar de la risa, sí; pero llorar llorar, nunca.


Cierro los ojos para mirar tus ojos, y ahora los comparo con los ojos de tus hermanos, de tu primo, de tus padres, de tu hija y de tus amigos. Cierro los ojos y miro una fila de ojos conocidos. Los reconozco por su mirada. Y por sus lágrimas. A todos los he visto llorar. ¡A todos, Enrique! Menos a los tuyos.

Sólo sé de una vez que algo te arrancó lágrimas.

Sucedió a fines de 1982 ó principios de 1983, en Milpa Alta. Ha de haber sido domingo. Saliste de Día de Campo con Vicky, Alejandra, Marugenia y Gerardo. Llevaban a los niños (Paola y Ger chico).

Buscaron un sitio tranquilo para colocar el mantel en la yerba, colgar la hamaca entre dos árboles, encender el anafre y asar unas carnes deliciosas.

El error fue pensar que hallarían la tranquilidad en un lugar apartado y solitario.

Sea como sea, lo encontraron. Y ya estaban ahí, muy tranquilos.

Mientras tú colocabas el carbón y preparabas la lumbre, las mujeres se alejaron un poco para hacer del baño. Gerardo, mientras, instaló la hamaca y se sentó con su hijo a mecerse plácidamente.

Cuando regresaron, las mujeres se encontraron con una escena de espanto: un hombre embozado apuntaba con una pistola a la cabecita de Jerry (la distancia era poca, pero la suficiente como para que Gerardo no pudiera pensar en desarmar al asaltante).

-¡Denme todo, cabrones, o me chingo al chamaco!

Tú te quedaste absolutamente quieto, con el atizador en la mano derecha, negra de carbón. Trataste de hablar con los ojos para decirle algo a Gerardo, quien estaba también sin saber qué hacer. Vicky apretó entre sus brazos a Paola, mientras Marugenia y Alejandra trenzaron sus manos con la tensión de la angustia.

¡Calmado, amigo, calmado! –dijiste suavemente, evitando cualquier arrebato de enojo-. Llévate todo, no hay pedo; pero deja de apuntar.

-¡Cállate, cabrón! ¡Aviéntame las llaves del coche!
-Están puestas, mano. Llévatelo.

El hombre miraba hacia todas partes y daba instrucciones con la cabeza y la mano libre, dando a entender que no estaba solo, que bien podría venir acompañado de otros hombres. Y ustedes no se atrevieron a dudar: el pavor los hizo ver a varios maleantes escondidos en la maleza. Marugenia aprovechó un instante para desprenderse de la mano de Alejandra, quitarse los anillos y arrojarlos al suelo.

No me preocupaban los anillos –me dice hoy Marugenia-, sino que el tipo encontrara nuevas razones para seguir amagando a Jerry.

El hombre caminó hacia el coche, sin dejar de apuntar hacia el escuincle, cuyos enormes ojos trataban de entender el significado del juego.

-Ni se muevan, hijos de su rechingada, porque me chingo al chamaco.

Por fin, el hombre subió al coche y lo encendió.

Cuando lo vieron lejos, no pronunciaron una sola palabra, sólo recogieron las cosas y apuraron el paso hacia el lado opuesto. Su silencio era la manifestación dolorosa de quienes han visto muy de cerca la muerte trágica, indigna y estúpida. Su silencio era la mezcla de rabia e incomprensión pero también la secuela del miedo. Sólo de pensar en un desenlace distinto los ahogaba en el silencio y en la necesidad de alejarse lo más posible del infierno improvisado. Se metieron entre las milpas, con ganas de llegar a algún poblado. Encontraron a dos hombres a caballo, a quienes narraron lo sucedido.

-Muchachos, no vuelvan a hacer esto.
-¿Qué?
-¡Esto! Usted, güerito; el otro, con esos pelos de jipi; y las muchachas, tan bonitas. ¿Pues qué es eso de meterse a lo escondido?

De pronto, te detuviste…

-¡Esperen, esperen!, dijiste. Y a Vicky le entró más prisa.
-¿Qué, Enrique? ¡Vámonos! Paola ya se puso como nerviosa.

Gerardo comenzó a reaccionar de acuerdo a su carácter:

-¡Chingue su madre! Vamos a dejar en un lugar seguro a las mujeres y a los bebés, y tú y yo regresamos, Enrique. ¿Va? ¿Nos acompañan, amigos? A este cabrón lo encontramos, hijo de su puta madre, lo macheteamos y lo echamos al asador.

-¡No, no, esperen! ¡Escuchen!
-¿Qué?
-Se oye como si alguien quisiera volver a encender un coche.

Tú y Gerardo regresaron, seguidos de los hombres a caballo. Más allá del lugar del asalto encontraron el carro, abandonado. Tu coche tenía un dispositivo que lo hacía pararse si uno no había apretado el botón especial.

Regresaron por la familia.

De regreso, otra vez el silencio. Tú ibas manejando, sin hablar. Raro en ti, no buscaste la manera de escapar de la realidad. Gerardo, junto a ti, abrió su ventana y dejó que el viento llenara sus pulmones y agitara su pelo.

Ay, Ger –dijo Vicky-, ¿te pido si cierras la ventana? Es que los niños…

Gerardo cerró la ventana. Y el silencio, otra vez.

Después de una curva, soltaste tu mano derecha del volante y agitaste el cabello enmarañado de tu amigo. Gerardo acarició tu pierna, y dijo muchas cosas con ese gesto. Se miraron durante un brevísimo instante...

Y el coche se llenó de su llanto callado, casi mudo pero evidente. Un llanto de carajos, un llanto de rabia, un llanto de miedo, un llanto de estamos vivos.