jueves, 26 de agosto de 2010

Dos admiradores de Napoleón


Principios de los 80. En quién sabe qué pueblucho.

Enrique y Gerardo dejan a sus respectivas mujeres en el hotel con la intención de pasearse un rato sin ellas. Una sana excursión sin segundas intenciones, pero sin la vigilancia femenina.

De pronto, ya con alcohol en el impetuoso mar de sus almas, los alegres compadres encuentran un night club de tercera cuya marquesina anuncia la presencia de José María Napoleón.

-¡Mira, Gerardo, el poeta de la canción!

-¡José María Napoleón! –responde Gerardo con ampulosa gravedad-. ¿Te digo una cosa, Enrique? Pero no cuentes esto ni a Óscar, ni a Agustín ni a Octavio, porque me excomulgan.

-¡Te gusta el Pajarillo! Siempre te ha gustado el pajarillo, pinche Gerardo, háblame con la verdad –dice entre carcajadas Enrique.

-Me gusta la canción Pajarillo, de Napoleón. Hasta me sé la letra.

Gerardo y Enrique se abrazan y se balancean frente a las puertas del night club, y cantan al unísono:

Y era un pajarillo de blancas alas
de balcón en balcón, de plaza en plaza
vendedora de amor, ofrecedora
para el mejor postor de su tonada.

Enrique interrumpe la canción y acerca su rostro al de su compañero de juerga:

-Oye, ¿y si mejor nos vamos de putas?

-¡No manches, pinche Enrique! –dice Gerardo-. Nos mandan derechito a la gáver.

-¿Quiénes, las putas?

-¡No! Nuestras mujeres lindas y chulas.

-¿A poco la Maruca se encabrona? Yo voy a hablar con ella, pinche Gerardo. Ellas saben que las amamos. No vamos a hacer nada malo –advirerte Enrique-, sólo vamos a coger…

-¡Ah, bueno! –responde Gerardo, y una risa estentórea estalla en sus gargantas y hace ondas en el sucio charco de la acera.

-A propósito, ¿te sabes el chiste de los dos borrachitos?

-¡Otros borrachitos! ¿Verdad?

-Sí, otros. Sucede que van dos borrachitos, y uno le dice al otro: ¿Y si nos vamos de putas? Y el compadre le dice: ¡Pero no tenemos dinero, compadre! Y le dice el primero: ¡Pus no nos cobramos!

Las risas de Gerardo y Enrique espantan a un perro enclenque que ya buscaba calorcito entre las piernas de los dos amigos. Y entre risas, los dos borrachitos entran al night club para corear el éxito Hombre.

Hombre, si te dices hombre –cantan Napoleón y su público-, no interrumpas tu jornada... o harás de esta vida tumba y de la tumba morada.

¡Morada me la vas a dejar! –grita Enrique, ahogado de la risa; y tres señoras de la mesa contigua lanzan a los compadres miradas que son dagas.

Si has de tener una rosa –siguen cantando Napoleón y su público-, tienes que mirar la espina. Si no sabes del dolor, no sabrás de la alegría.

¡Alegría te voy a dar esta noche, Napito! –grita Gerardo, y apura su quinta cuba libre. Las señoras de la mesa contigua lanzan a los compadres miradas que son espadas; pero ni dagas ni espadas penetran la felicidad acorazada de los dos impertinentes, quienes se levantan con ganas de enriquecer con su presencia el espectáculo.

Enrique reta a Gerardo:

-¡Súbete, hombre! ¡Cuéntales un chiste!

En un descuido de Napoleón, Gerardo sube al escenario y le coloca al cantautor su sombrero de vaquero inconsciente. La canción ha terminado, así que Wichili McCoy tiene tiempo de tomar el micrófono:

-Soy su admirador, señor Napoleón. ¿Me deja contar un chiste? Ahí tienen ustedes que van dos borrachitos…

Enrique llora de la risa, porque ya se sabe el final del chiste. Aplaude y se inclina a saludar a las señoras que antes intentaron apuñalarlos con la mirada.

-Es mi amigo Gerardo. Es un buen tipo, pero está borracho. ¿Gerardo? ¿No vieron a mi amigo Gerardo?

Gerardo ha sido levantado en vilo por los guaruras de Napoleón.

Ya lo llevan por la Salida de Emergencia a la calle trasera del night club. Entre empujones y jaloneos, Gerardo invita a los guaruras a corear la siguiente canción: ¡Ella se llamaba Martha, ella se llamaba así, ella se llamaba Martha, se llamaba Martha, se llamaba así!

Enrique sale solo por la puerta principal, da la vuelta a la manzana y encuentra a su amigo tirado en el suelo:

-Enrique, ¿te sabes el chiste de Su sombrero y su bastón?

Enrique levanta a su compinche, y los dos compadres se pierden abrazados en la oscuridad del pueblo, entre risas y chistes viejos.

-¡Cómo te quiero, pinche Gerardo!

Un perro enclenque los sigue, entre risas, ladridos y toses.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La Hipopótama

La Hipopótama
de Enrique Pasapera

Al ver a esta hermosa criatura, Alejandra Pasapera recuerda las palabras de su hermano:

-¡Por fin, Ale!

-¿Por fin qué, Quique?

-¡Por fin pude esculpir a mi verdadera mujer! Una mujer hecha a mi imagen y semejanza.

- ...

-¿Sabes, Ale? Lo primero que esculpí fue su par de pompitas, y ya desde entonces quedé enamorado de mi hipopótama.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Dos tipos de cuidado

Me preocupa ver en esta fotografía a Enrique con un pedazo de carne
prendido a su tenedor. Algo va a pasar en cualquier momento.


Puerto Escondido, a principios de los 80.

Con la idea de lavar sus trajes de baño, Marugenia, Victoria y Patricia deciden nadar desnudas en un pequeño brazo de mar que toca la alberca del hotel. Pero estas cándidas mujeres parecen haber olvidado quiénes son sus acompañantes: Enrique Pasapera y Gerardo Aguilar (Octavio duerme en un camastro y espera el regreso a su amada ciudad, para alejarse lo más pronto posible de una naturaleza cruda y hostil que sólo ofrece incomodidades).

Al verlas desprenderse de sus trajes de baño, Gerardo y Enrique, socios vitalicios del disparate y la barbaridad, comparten el mismo pensamiento. Se miran de soslayo, y brota en sus rostros una discreta sonrisa de malicia.

¡Vamos, ahora! –susurra Enrique, y su amigo lo sigue hasta los trajes de baño de sus mujeres. Toman las prendas y las lanzan al mar.

Las prendas van y vienen al ritmo de la marea, entre las risas de Enrique y Gerardo… y el sueño profundo de Octavio.

Les dijimos de todo –recuerda Marugenia-. No podíamos salir por ellos, y veíamos nuestros trajes cómo iban y venían. El de Vicky era de una pieza, y nunca regresó. Patricia recuperó el suyo. Yo rescaté la parte de abajo de mi bikini. Así que obligamos a Enrique y Gerardo a conseguir algo para salir de ahí.

Ellos, entre empujones y abrazos, van a buscar algo con qué sustituir la pérdida. Las mujeres los ven alejarse, y escuchan a Enrique decir en su algarabía: ¡Qué felices somos!

Las mujeres salieron de ahí con paliacates y toallas.

Manuscrito de Enrique

miércoles, 4 de agosto de 2010

Desde los ojos de una mujer


Miércoles 19 de junio de 1974.

Tirada en su cama, una adolescente extremadamente delgada, de buena ortografía y sintaxis de la patada escribe:

Espero que este día lo pases muy contento, o lo estés pasando. Me gustaría estar contigo para decirte lo mucho que te quiero, aunque eso no se puede. Ten la seguridad (de) que estoy contigo. Creo que no es necesario de regalos ni de palabras de felicitación, porque con decirte que te quiero creo que es el regalo más padre, ¿no?

Al principio, me sentía indecisa; pero ahora tengo la seguridad (de) que eres lo máximo para mí. Y espero que no lo tomes como hipocresía porque es la verdad, aunque no lo creas, porque yo soy de las personas que aunque no te lo demuestre lo siento, y con eso me basta para estar segura de lo que siento. Y siento que te quiero. Y mucho. Y que me gustas mucho. Creo que con estas palabras debes estar seguro que en verdad te quiero. Y si no lo estás, ya te convencerás.

Yo no necesito de regalos. Me basta con que me demuestres que me quieres, y ése es el mejor regalo que me puedes hacer. Y creo que tú también quieres eso. Por eso, tu regalo es mi amor. ¿Lo entendiste? Muchas felicidades. Te adoro.

Martes 7 de mayo de 1974.

En casa de su abuela, la misma niña escribe otra carta:

Enrique, no sé, pero creo que te me has metido en la cabeza y en el corazón. Creo que te he empezado a querer mucho. Espero que tú también. Si algún día entre tú y yo no hubiera nada más que amistad, te pido que no nos guardes rencor. Pero creo que nunca va a pasar, ¿verdad?
Oye, Enrique, ¿me quieres? ¿Crees que te convengo? Espero que estas preguntas me las contestes, porque quiero saber a qué atenerme. Pero yo sé que me vas a contestar positivamente, porque yo creo que tú me quieres, ¿o no?


Enrique, no te voy a poder ver en uno o dos semanas, porque mi mamá nos castigó a las tres. Yo también tengo muchas ganas de verte, pero no desesperes. Te quiero.

Dos semanas después, el martes 21 de mayo, la colegiala escribe una tercera carta a renglón seguido. Esta vez, la ortografía tiene sus grietas (corregiremos la escritura de la escuincla, para beneficio de los lectores, quienes se encuentran a 36 años de distancia de los hechos que motivaron las palabras de la enamorada):

¡Oye! ¿Qué te pasa? ¿Qué traes contra mí? Me he dado cuenta que no te importo, que no me haces caso; ya no me ves. Dime si ya no te intereso, pero no me tengas así. La semana que estuve en casa de mi abuelita te vi nada más el martes… y un rato. El miércoles y el viernes no tuve clases, y no fuiste. Ya sé que no te gusta ir a casa de Fernando, pero tú no vas a ver a Fernando ni mucho menos a su mamá, sino (que) me vas a ver a mí (bueno, eso creo). Y cuando vas te enojas de todo. Todo te molesta. ¿O no? Si ya no quieres andar conmigo, dímelo. No creo que no puedas decírmelo. Pero no me tengas así. A veces me dan ganas de verte, de estar contigo… y tú tan feliz. Y cuando vas, me andas contentando y me dices que soy muy rara. ¿Pues cómo quieres que sea? Creo que le importo más a Aldo que a ti. Te repito, si no me quieres, o si quieres andar con otra muchacha, dímelo… y aquí termina todo. Tu novia.