jueves, 14 de octubre de 2010

Enrique y el ajedrez II

Un ejemplo de la mente ajedrecista de nuestro héroe puede verse en una vieja escena, la del viernes 20 de septiembre de 1985.

Esa noche nos reunimos en casa de Enrique y Vicky, en la colonia Nápoles. Andábamos todavía con el susto del día anterior. Apenas cuarentaiocho horas antes, a las 7:19 de la mañana del jueves, la ciudad había sufrido el más trágico terremoto de su historia. Diez mil muertos, treinta mil construcciones destruidas, 68 mil casas y edificios dañados.

Gran parte de esa información, por supuesto, no la teníamos aún a mano; pero lo cierto es que estábamos aturdidos y deprimidos, como si una losa enorme hubiera caído sobre todos y cada uno de nosotros, los chilangos.

Sin embargo y a pesar de todo, decidimos reunirnos un rato.

Enrique –excelente anfitrión, atento siempre a la comodidad de los otros- nos preparó unas deliciosas cubas (todavía no éramos de whisky), sacó aceitunas y restos de queso manchego, los dejó en la mesa, se tiró en el sofá y lanzó el dulce gemido de quien ha decidido ya no moverse en toda la noche. Acercó su vaso al de Octavio, brindó por la salud de todos y encontró para ese momento la más inconveniente de sus expresiones:

-¡Ay, qué felices somos!

Enrique celebró su gracia inoportuna con risas, y acarició mi pierna.

-No, ya en serio, ¿cómo están Gerardo y Maruca? Digo, porque su edificio…
-Bien, bien. Pero sí se pegaron un buen susto. La preocupación es el embarazo de Marugenia.

Gracias a la vocación periodística de Marugenia, todos teníamos noticias de lo ocurrido en Tokio 18-K, así que entre todos reconstruimos lo sucedido en casa de los Aguilar Sámano.

-Ay, sí, ya me contó Mari. Que no se dieron cuenta hasta que Ger chico los despertó.
-Acaban de regalarle un Playmobil.
-Y que dice Ger chico: ¡Pa, Ma, la lámpara está moviéndose mucho!
-¡Chiquito!
-Maru prendió la tele. Vio a Lourdes Guerrero y Juan Dosal como pálidos del susto.
-Y que se asomó a la ventana y vio cómo se movía el edificio de enfrente, cómo se le reventaban las ventanas.
-Y que Gerardo se bañó de volada y que se fue a trabajar. ¿Dónde trabaja Gerardo? Nunca sé.
-En Crédito Mexicano, en San Ángel, junto a Plazza Inn.
-Ay, fue horrible, fue eterno, me dijo Mari.
-¿Sabes que murieron muchas costureras de las fábricas de San Antonio Abad?


Y Enrique encontró entonces el momento oportuno de mover otra de sus piezas:

-¡Deja tú las costureras! A ver con qué cara sale la bebé de Maruca.

¡Ay, Enrique, estás como tomado! –dijo Vicky en un pobre intento de disculpar las frases imprudentes de su marido.

Enrique volvió a reír, porque él estaba convencido de que sus palabras no eran las de un espíritu insensible al dolor ajeno sino las brillantes manifestaciones de un maestro del humor negro. Además, invencible en el tablero ajedrecista de la comedia, este hombre jugaba cada momento con la destreza de quien ya conoce el resultado del juego. Su risa, la risa enriqueana, esa risa que soñaremos toda la vida. Risa de alguien que es público de sí mismo.

De pronto, la risa de Enrique desapareció.

Eran pasadas las 7 y media de la noche. Estaba temblando… de nuevo. Todos nos levantamos. Desapareció la calma. Cesó la conversación.

Está temblando… de nuevo. De nuevo. Está temblando. Todavía. Padre nuestro que estás… ¿Qué hacemos? No sé, no sé. ¿Qué hacemos? Enrique. ¿Dónde está Enrique? La niña, ¿dónde está Paola? Voy por ella. ¡Enrique! La niña no está. ¡Paola! ¡Enrique!

Cuando todos bajamos, ahí estaba Enrique, pálido, serio, muy serio, con Paola en brazos.

-¿Dónde estabas, Enrique? ¡Te olvidaste de todos nosotros!
-De todos, no: tengo a Paola. Sólo pensé en Paola. Aquí está.


Esa noche, el mejor ajedrecista del mundo movió la pieza correcta (como siempre).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Platica con Enrique