martes, 5 de octubre de 2010

Enrique y el ajedrez I

Desde su adolescencia, Enrique encontró en el ajedrez el ámbito simbólico del poder y el triunfo del instante, y descubrió –aunque no sé si cobró conciencia de su hallazgo- que el movimiento de cada una de las piezas en el tablero crea, minuto a minuto, caminos cada vez más angostos para la acción del adversario (o, visto desde el otro lado, ensancha las posibilidades de agresión efectiva).

El desplazamiento correcto de uno solo de nuestros caballos, por ejemplo, reduce considerablemente las opciones futuras de todo el ejército contrario, porque lo sitia y lo disminuye en sus capacidades de ataque e incluso de huída.

Y quien domina este juego de cálculos minuciosos no sólo gana las más de las veces, sino que además desarrolla una mente criminal.

Enrique (nos) dominaba en el tablero de ajedrez. De haber llevado su descubrimiento a otros campos de la vida, hoy el mayor de los Pasapera sería considerado como un peligro social.

De hecho, sí practicó en otros campos de la vida su descubrimiento. Y todos, en algún momento, padecimos su gusto por el dominio de las circunstancias.

No uso aquí la palabra criminal en su sentido delictivo, sino de una manera más amplia: el crimen –del latín cernere, separar- como un ejercicio de conjeturas y combinaciones que busca un resultado preciso y contundente.

La palabra crimen tiene una prima griega: se llama crítica, y ésta significa la acción de poner en crisis algo para descubrir su verdadero valor y presentar, entonces, una nueva interpretación de la realidad.

Enrique fue un gran crítico. Y no se puede ser un gran crítico si no se posee una gran inteligencia. Su capacidad crítica, a propósito, llevó a nuestro amigo a cometer crímenes casi perfectos (había un pequeño defecto: le gustaba alardear de sus acciones).

Grandes crímenes se han cometido en la cocina. Crímenes de antología encontramos en la historia de la seducción erótica. Crímenes hay en la música y en la poesía, para felicidad de todos. Hay, por supuesto, crímenes de maldad. A Stockhausen casi lo linchan los tontos (que siempre son mayoría) por haber afirmado que el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York había sido la obra de arte perfecta, la obra mejor ejecutada jamás.

Recuerdo haber pensado esa mañana del 11 de septiembre de 2001:

-¡Enrique, dónde está Enrique!

Me tranquilizó saber que Al Qaeda se había atribuido el atentado; pero no pude evitar el imaginar que Enrique estaba en su casa mirando una y otra vez la tragedia como un drama digno de estudio.

¿Qué quiso decir el genial compositor alemán? Dijo lo que yo quiero decir al hablar de Enrique: él fue un maestro de las conjeturas, un sabio que miraba el mundo como una prodigiosa máquina de resultados predecibles, como un armatoste compuesto de poleas, cadenas, engranajes y pistones.

A ver –parecía pensar este hombre impensable-, si yo muevo aquí, ¿qué pasa? Y si hago el comentario correcto en el momento preciso, ¿qué serie de respuestas generará mi intervención?

Volvamos al ajedrez. Su descubrimiento lo volvió invencible, y su invulnerabilidad en ese juego lo convirtió en un adversario arrogante y poco compasivo con el fracaso de quienes se atrevían a jugar con él una partida. Yo fui –una sola vez- víctima de su inteligencia ajedrecista. Una sola vez, digo, porque no soporté sus burlas y su engreimiento. Preferí platicar con él sobre lo que había escrito Edgar A. Poe en la introducción a Los crímenes de la calle Morgue:

¡Está bien, ganaste! –le dije aquella tarde de abril, mientras el sol tibio dibujaba sombras de persiana sobre la mesa de la sala, en el hermoso departamento que sus padres rentaban en la calle de Donceles-, pero sábete que Edgar A. Poe afirma que una cosa es el cálculo y otra muy distinta el análisis.

¿Y eso qué? –me respondió entre risas mi amigo.

Tú calculas –le expliqué-, pero no analizas. Yo puedo ganarte en damas inglesas, porque ahí se necesita inteligencia reflexiva, y tú eres una inteligencia calculadora. Yo soy perspicaz, tú eres atento, te sabes concentrar sin que se note.

¡No! –dijo Enrique mientras arrancaba el terciopelo verde de un alfil-, yo no me concentro. ¡Yo veo, chico Agus, yo veo! Y veo más allá.

¿Y qué ves más allá? –pregunté paródico pero interesado.

¡Que eres muy pendejo! –la risa lo hizo llorar, y luego arrepentirse: No, no. Te quiero mucho, Agus.

Y siguió con su risa.

Lo cierto es que este juego de origen persa fue para Enrique la más notable revelación de su capacidad premonitoria. A partir de un instante presente, él era capaz de contemplar una serie de acontecimientos futuros. Parecía saber algo muy importante: una frase dicha obtiene siempre una serie limitada de respuestas y reduce el futuro a unas cuantas posibilidades de acción. Hacía, entonces, su movimiento verbal, y lo hacía con tanta precisión que la respuesta buscada llegaba desde su inocencia de alfil hasta el lado opuesto de la diagonal, donde el rey de Enrique se la comía enterita y entre risas.

A veces, la gracia ligera de Enrique nos obligaba a representar el papel del alfil (pesados como elefantes, solemnes como obispos, ridículos como bufones), mientras él -pluma de colibrí que flota- se acomodaba plácidamente en la insportable levedad de su ser.

Continuará.


¿Puedes imaginar qué va a hacer Enrique con ese trozo de carne? ¡Gerardo está cerca!

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