PRESENTACIÓN OFICIAL DE LA NIÑA PAOLA
Te llevaré, intrépido viajero, a un día de 1983. Toma mi pie y no te sueltes: vamos a volar al revés.
Mira cómo desaparecen los segundos pisos y muchas tiendas. Mira cómo se derriban paulatinamente algunos edificios y cómo surgen otros de los escombros. Escucha la música, las músicas (desde siempre, ritmos y géneros han hecho de esta ciudad una caja de ruido permanente): Chico Che, Michael Jackson, Flans, Lionel Ritchie.
Al volar hacia atrás sobre la ciudad, descubrimos otras ciudades, otras calles, glorietas que habíamos olvidado, casas que aún soñamos.
Estamos llegando a la Colonia Roma. ¡Mira cómo era Avenida Oaxaca! Sí, su belleza vuelve. Ya llegamos. Entremos a ese pequeño edificio.
Ha de ser domingo, seguramente, porque vemos a toda la familia reunida en casa de los Herrero (en los pisos 3 y 4 de Oaxaca 37). Tomémoslo con calma, porque esto va a durar hasta las siete u ocho de la noche, cuando alguien rompa algún búho de porcelana o Enrique Grande se enoje con todos y jure no volver.
Fíjate, invisible visitante, en Enrique Chico. No lo pierdas de vista: mira sus ojos inquietos. Parece que trama algo, ¿verdad? Parce un adolescente que busca a la víctima de su próxima diablura. Su media sonrisa lo delata, pero como todos están en lo suyo y en lo de otros, nadie sospecha lo que pasa por los laberintos de esa mente pasaperina.
¿Qué hora es? Ha de ser el principio de la larga sobremesa, porque las mujeres ya se encuentran en la sala, con un sabroso café servido en tazas multicolores, ese café chiapaneco que Guayito presume como si algún Zepeda hubiera cosechado y molido con sus propias manos los bronceados granos, merecedores éstos de un poema escrito en mil novecientos cuarenta y siete…
-No, cuarenta y ocho. A ver, voy por mi carpeta y les leo algunos versos…
-¡No, Guayito, por favor! Después, más tarde, siéntate.
-¿Te acuerdas, Guayito, cuando casi me ahorcas? –suelta Enrique Chico.
-No, no me acuerdo.
-Mari, ¿dónde quedaron las llaves del carro? –interrumpe Enrique Grande.
-¡Allá abajo!
-¿Y qué hacen mis llaves allá abajo, Quique?
-No, digo que fue allá abajo donde Guayito quiso ahorcarme.
-¡No digas eso, Enrique! Es muy feo –dice Car mientras baja la escalera de caracol.
-Andabas paseando al Jipi, y yo te agarré la pierna y te ladré –narra Quique, y ahora se percata complacido de que al fin tiene a todos de público: ¡Y que me agarra del cuello Guayito!
-Le dijo, todo rojo y sin soltarlo –remata Octavio entre risas-: ¡El último que me hizo eso no vivió para contarlo!
-¡Déjalo, Beto, yo recojo los vidrios! Tráete la escoba, Tabito.
Octavio da un beso a su madre y obedece, mientras Mamá Carcita golpea amorosamente a Enrique Chico, y luego lo abraza para decirle algún secreto al oído. Quique sonríe y mira a la abuela con ternura y paciencia.
No intentes distinguir una conversación coherente, visitante del futuro, porque aquí nadie mantiene un tema ni sostiene un diálogo. Son rumores, discusiones, regaños, bromas y recuerdos, y todos tienen algo que decir hacia varias direcciones. Siéntate a disfrutar del aroma y de la algarabía de una familia mexicana por cuyas venas corre la España ancestral y la nostalgia de tiempos mejores, cuando las señoritas eran señoritas, no que ahora…
-Y no lo digo por nadie presente, sino por aquellas otras muchachitas, ¿cómo se llamaban?
-¿Quiénes?
-¡Las putitas! Porque eran medio putitas, ¿o no?
-¿Quién me sirve un brandy? ¿Sigue dormida Paola?
-Sí, mamá.
-¡Ay, despiértala y bájala, Enrique, por favor!
Al rato, mamá -responde Quique, y sus ojos brillan mientras su mirada recorre la sala.
¿Ya notaste, espantado intruso, que la sonrisa de Enrique Chico se parece ahora a la del doctor Caligari?
En la pequeña cantina que divide sala y comedor, los varones discuten con vehemencia quién sabe de qué. Enrique Grande extiende el brazo hacia Eduardo, para quitarle la palabra.
-¡Escucha, escucha! ¡No estás escuchando!
-¿Qué quieres que escuche, papá? Una de tus necedades.
-¡Mira, no me hables así, Eduardo, porque te suelto una cachetada!
-A ver, pues, dime.
-¡Estás tomado, Enrique, deja a tu hijo en paz! –dice Mari, ceñuda, desde la sala.
-Se ponen insoportables.
-¿Y dónde están mis llaves?
-¡Tabito, te habla Gerardo! Que si no has visto a su hermano.
-Contesto en la cocina.
-¡Baja a Paola, Quique, queremos verla!
Enrique Chico sube por la escalera de caracol y desaparece en uno de los cuartos. Pero en menos de un minuto ya está de nuevo a la vista. Baja las escaleras con tiento y con Paola entre los brazos. ¡Paola, chiquita!
¡Con cuidado, Quique! –ordena pausado Enrique Grande desde la cantina.
La niña está envuelta y escondida en una frazada estampada con ositos color de rosa. ¡Es la nieta, la primera Pasapera! ¡Ay, qué chula, bájala, Enrique, queremos verla!
Quique se encuentra ya a la mitad de la escalera, sonríe y enternecido intenta descubrir el rostro de su hija para mirarla y hacerle gracias…
-Ay, mijita preciosa, cosita bonita, ¿quién la quiere más? ¡Su pa…!
Pero no termina Quique de pronunciar su parentesco cuando de pronto pierde el equilibrio, trastabilla, tropieza, intenta asirse del pasamanos… y Paola sale disparada hacia adelante.
En unos segundos, la niña se estrella contra la barandilla, rebota por los escalones, pierde su frazada y parece que en cualquier momento quedará desmembrada y sangrante a los pies de toda su familia.
En todo ese brevísimo tiempo, los gritos ensordecen el momento, hay amagos de llanto, todos se levantan, es el fin del mundo, Mamá Carcita cubre su rostro con manos angustiadas, nadie sabe qué hacer, qué decir, los gritos siguen, los ojos de todos se han cubierto con un ardiente velo de espanto y de terror.
Domingo sangriento. La criatura no se mueve, Octavio decide acercarse, la levanta… y al hacerlo se escucha la risa de Enrique Chico, sentado en las escaleras, doblado de dolor por sus propias carcajadas y por su exitoso performance. Octavio toma a Paola y la lanza hacia su primo, quien atrapa a la niña:
-¡Es una muñeca, es una muñeca!
-¡Y tú eres un idiota! ¡No tienes vergüenza! ¡Ay, Dios mío, tengo taquicardia! ¡Alguien que vaya a ver a la niña, está llorando!
Car, Mari y Mamá Carcita lloran. Vicky, la madre de Paola, ríe nerviosa. Enrique Grande ya se enojó en serio, y quiere golpear a su hijo y largarse. Alberto fuma en un rincón, Eduardo y Octavio ríen al recordar cuando Quique se orinó en la escupidera decorada que la tía abuela le regaló a Agustín (una bellísima pieza del siglo XIX).
-¡Rebosaba de espuma!
Sentado en las escaleras, a través de la barandilla de metal, Quique contempla satisfecho su obra. Paola llora de vida.
Deja tu comentario aquí, o aquellas palabras que hoy quieres decirle a Enrique.
ResponderEliminarYo viva... y no paro de llorar. Lloro la vida como si las risas que mi papá cocinaba las transformara en agua salada, como de mar. Indispensable el teatro (en medio del drama y la poesía) auténtico payaso mi papá, ese wey que se tragó un elefantito y la trompa se le asomaba (esa es otra que se podría contar Agus, la del elefantito): capaz de reirse de si mismo tan auténticamente. No he conocido quien lo haga mejor que él.
ResponderEliminarEsta historia, la contaba como la presentación oficial de "la niña Paola" a la familia: todos abajo esperando ver a la niña recién nacida. Por suerte a Guayito no le dió un infarto y encendió radiored (que antes de anunciar la hora tocaba la tonadita del big ben).
Paola, por favor, envíame la historia del elefantito.
ResponderEliminarMi correo es bastaturostro@gmail.com
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