viernes, 24 de septiembre de 2010

La mirada de Enrique

Vivimos tiempos enmarañados. El laberinto de cada día se vuelve más complejo conforme pasan las horas (sus paredes crecen, disminuyen y se mueven caprichosamente, como si un geniecillo travieso estuviera al mando del mecanismo general y quisiera confundirnos para provocar nuestro extravío).

Por eso no logro llegar a todos los lugares donde quiero estar, y por eso no pude encontrarme en la semana con Octavio para que me platicara de su viaje con Quique a Inglaterra en 1973.

Por ahora, sólo tengo una breve pero contundente afirmación: Ese viaje –me dice Octavio- es un ejemplo de la grandeza de Enrique como ser humano.

Apenas dice eso Octavio, aparecen en mi mente los ojos de su primo.

Ojos claros, ojos atentos, ojos traviesos, ojos siempre fijos en el instante presente. Así veo a Enrique: como un hombre que mira. Podría escribir un cuento sobre él y llamarlo El hombre que miraba.

Porque, al charlar, Enrique mira a los ojos, se fija en su interlocutor, parece poner mucha atención en las palabras. Enrique es un gran conversador: su plática es sabrosa y sabe escuchar.

¿Pero es así? ¿Es cierto lo que digo? ¡Detengámonos!

A ver. Si queremos honrar la verdadera naturaleza de este hombre, advirtamos que tras su aparente interés en lo que le decimos se esconde una segunda intención: el mayor de los Pasapera anhela dinamitar el momento, todos los momentos. Y si encuentra en nuestras palabras la suficiente porosidad, sacará entonces –de alguna parte- la nitroglicerina necesaria.

Porque la vocación esencial de Enrique es el descarrilamiento de trenes.

Enrique no escucha nuestras palabras, Enrique vigila nuestras palabras, que es diferente. Enrique mira nuestras palabras y nuestras frases, las sigue para atraparlas, como un cazador de mariposas fascinado por los colores y los movimientos. Hay en su mirada el ansia del pirómano que busca con un cerillo encendido las zonas combustibles de la conversación. Enrique nos deja hablar para asaltarnos con nostalgias, con bromas pesadas, con mofas, con albures, con expresiones de amor desmedido. Enrique es un pionero del hipertexto: cree en las palabras como ventanas hacia otras dimensiones de la conversación.


Y al final, lo que Enrique busca es resumir el universo de sus instantes en una afirmación que todos hemos escuchado salida de su boca, entre risas y besos: ¡Ay, cómo te quiero!

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