jueves, 29 de julio de 2010
En el principio fue Enrique
En el principio fue Enrique. Después, siguió el desorden.
La travesura brota a cántaros de sus manos y de sus ojos, esos ojos claros que miran la vida con ganas de inventarla de nuevo. Hay que desmontar la vida y luego volverla a armar, parece decir este ser insólito e irrepetible ser que se divierte entre risas y falsas disculpas.
Desde que llegó esta criatura hermosa, el mundo está más chueco. ¿Ya se fijaron? Todo está como ladeado, como si alguien hubiera decidido reconstruir con los pedazos de sus estropicios la escenografía alucinada de El Gabinete del Doctor Caligari.
Sí, el mundo está más chueco desde que nuestro Enrique apareció (nuestro, nuestro, nuestro). Pero desde entonces el mundo es mejor, mucho mejor. Es un mundo más Groucho Marx que antes.
Incapaz de tomar en serio cosa alguna, Enrique nos devolvió la risa.
Desde el fondo de María Herrero, su madre, surgió Enrique, duende inefable que cautivó con su bondad estrambótica a los buenos... e irritó a los papanatas, a esos tontos que creen que la vida es forma y nunca contenido.
A veces, después de alguna broma de mal gusto o un destrozo voluntario, Enrique soltaba la carcajada y decía, convencido de su comedia permanente:
-¡Qué felices somos!
E inmediatamente llegaba la risa desatada, cuenta Marugenia Sámano, una carcajada que servía para glosar su mala conducta desde una alegre ironía.
Una vez -dice la mujer de Wichili McCoy-, al regresar Gerardo de la chamba en Banco Continental y quitarse el saco, se regó confeti por toda la alfombra. ¡Gerardo traía las bolsas llenas de confeti que Enrique había preparado minuciosamente con la perforadora de la oficina!
Y en otra ocasión, el mismo Gerardo llegó muy enojado: aventó el saco al sillón y se dejó caer en el sofá, agotado.
-¿Qué pasa?
-Pinche Enrique, me engrapó las mangas del saco.
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