Por las mismas razones de la semana pasada (exceso de trabajo), la entrega de hoy se subirá mañana viernes 1 de octubre de 2010.
jueves, 30 de septiembre de 2010
Enrique Pendiente
Por las mismas razones de la semana pasada (exceso de trabajo), la entrega de hoy se subirá mañana viernes 1 de octubre de 2010.
viernes, 24 de septiembre de 2010
La mirada de Enrique
Por eso no logro llegar a todos los lugares donde quiero estar, y por eso no pude encontrarme en la semana con Octavio para que me platicara de su viaje con Quique a Inglaterra en 1973.
Por ahora, sólo tengo una breve pero contundente afirmación: Ese viaje –me dice Octavio- es un ejemplo de la grandeza de Enrique como ser humano.
Apenas dice eso Octavio, aparecen en mi mente los ojos de su primo.
Ojos claros, ojos atentos, ojos traviesos, ojos siempre fijos en el instante presente. Así veo a Enrique: como un hombre que mira. Podría escribir un cuento sobre él y llamarlo El hombre que miraba.
Porque, al charlar, Enrique mira a los ojos, se fija en su interlocutor, parece poner mucha atención en las palabras. Enrique es un gran conversador: su plática es sabrosa y sabe escuchar.
¿Pero es así? ¿Es cierto lo que digo? ¡Detengámonos!
A ver. Si queremos honrar la verdadera naturaleza de este hombre, advirtamos que tras su aparente interés en lo que le decimos se esconde una segunda intención: el mayor de los Pasapera anhela dinamitar el momento, todos los momentos. Y si encuentra en nuestras palabras la suficiente porosidad, sacará entonces –de alguna parte- la nitroglicerina necesaria.
Porque la vocación esencial de Enrique es el descarrilamiento de trenes.
Enrique no escucha nuestras palabras, Enrique vigila nuestras palabras, que es diferente. Enrique mira nuestras palabras y nuestras frases, las sigue para atraparlas, como un cazador de mariposas fascinado por los colores y los movimientos. Hay en su mirada el ansia del pirómano que busca con un cerillo encendido las zonas combustibles de la conversación. Enrique nos deja hablar para asaltarnos con nostalgias, con bromas pesadas, con mofas, con albures, con expresiones de amor desmedido. Enrique es un pionero del hipertexto: cree en las palabras como ventanas hacia otras dimensiones de la conversación.
Y al final, lo que Enrique busca es resumir el universo de sus instantes en una afirmación que todos hemos escuchado salida de su boca, entre risas y besos: ¡Ay, cómo te quiero!
jueves, 23 de septiembre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010
Enrique en Inglaterra I
Bueno, pues ya es hora de volver a preguntar, ya es hora de que todos conozcamos un poco más esta historia. Porque lo único que sabe el que esto escribe es que el hijo menor de Carcita y el hijo mayor de Mari asistieron a una función de Jesucristo Superestrella en el West End Teathre de Londres.
Dedicaremos dos entregas (o las que sean necesarias) a esta experiencia compartida por los primos hace casi cuarenta años.
Esta primera entrega se reduce a un fragmento de carta hallado y conservado por Alejandra Pasapera, y enviado a la Redacción hace unos pocos días (se respeta la sintaxis original). Después, cuando tengamos más información, publicaremos la segunda entrega.
...y también platicar contigo, papá, más sobre el viaje que tú hiciste acá.
Ocurren cosas insólitas, pues una persona de donde estamos viviendo está dando un coche año 1969 de una marca de aquí en 20 libras (lo que es 640 pesos).
Sobre el presupuesto, no se preocupen, me alcanza muy bien. La que pasa es que me gustaría comprar algo para llevar a México (ya hice cuentas hasta para el viaje a París).
He hecho mucho caso de lo que me dijiste, papá, así que no se preocupen: estoy "en mis manos".
Bueno, me despido de ustedes diciéndoles que son los papás más lindos del mundo y (que) los quiero mucho. Les pido que saluden a mis hermanos y (que) les digan que no me olvido de ellos y que por ahí les compré algo. A Federico díganle que ya vi un equipo de policía inglés que le voy a comprar. Saluden a Mamá Carcita y Guayito, Carcita chica, Papá Alfonso, Memo y Miguel y Paty.
P.D. Me compré una cámara, pues como Enriquito es tan "listo" se le olvidó traer una. Díganle a Memo que le voy a comprar un libro que ya vi de numismática, y que está muy padre. No se les olvide. Dime qué pasó sobre lo de la visa a España. Mándame la dirección de tu amigo, que el menso de Octavio la perdió.
jueves, 9 de septiembre de 2010
Lágrimas y Risas
Querido chico Agus, estoy por irme a Cuautla. ¿Por qué no fuiste a visitarme al hospital? Eres un mal amigo, eres una persona vil. Tu amigo Enrique en una cama de hospital, y tú ni tus luces. Llevamos tres largos años de conocernos, y sabes que te quiero.
¿No siempre me has dicho que tu familia y tus amigos son la maravilla más grande de toda tu vida? ¿Entonces? ¿Qué? ¿Te doy asco o qué? Cabrón. Ya te veo escribiéndome una carta y con lágrimas en tus ojitos, y no por haber ido al baño a hacer del dos sino porque me dejaste solito en el hospital. ¿Qué, soy tu burla o qué? Y no tartamudee ni chille, que ya está grandecito para esas mariconadas.
Vas a tener que pedirme perdón de rodillas, y yo voy a tener que jalarte las orejas, maldito. No me gusta tratarte así, pero ahora te hincas CENSURADO. No mereces todo lo que te he dado, chico Agus.
¡Ah, pero que no fueran Oscarín o Tabis quienes anduvieran mal, porque entonces sí vas, canijo! Seguro no fuiste al hospital porque no quisiste dejar de hacer tus rondines en León de los Aldamas. ¿Son las o los Aldamas? Fíjate y me vienes a contar de rodillas. Eres un ingrato, chico Agus.
¿Y cuándo me mandas mi ejemplar de ÍNSULA? ¿Y por qué ya no se llama Ladrillo Grueso? ¿Y vas a dejar que Gerardo y yo ilustremos con caricaturas cada número de esas mamarrachadas que haces con Octavio desde los tiempos del MAC? ¡Pero si tú eras niño decente del CUM y el Juan Escutia! ¿Cómo se llamaba esa cosa de Octavio? ¡Cretinius! ¡Ay, qué tiempos, don Simón! Pero, mira, nosotros (tu hermano y yo) te prometemos, para tu nueva revista, no poner viejas encueradas. Sólo vamos a ponerte de portada una CENSURADO, que tanto te gusta.
¿Sabes quién está aquí, conmigo, ayudándome a escribir esta carta? Tu hermano, menso. Ay, chico Agus, hasta estamos llorando de la risa.
Si lees esta carta en voz alta frente a tus novios Octavio, Óscar y Arturo, diles que Gerardo y yo les mandamos un mensaje: que CENSURADO.
Con cariño, tu amigo (al que abandonaste en una cama de hospital).
Enrique
jueves, 2 de septiembre de 2010
¡La niña, Enrique, la niña!
Te llevaré, intrépido viajero, a un día de 1983. Toma mi pie y no te sueltes: vamos a volar al revés.
Mira cómo desaparecen los segundos pisos y muchas tiendas. Mira cómo se derriban paulatinamente algunos edificios y cómo surgen otros de los escombros. Escucha la música, las músicas (desde siempre, ritmos y géneros han hecho de esta ciudad una caja de ruido permanente): Chico Che, Michael Jackson, Flans, Lionel Ritchie.
Al volar hacia atrás sobre la ciudad, descubrimos otras ciudades, otras calles, glorietas que habíamos olvidado, casas que aún soñamos.
Estamos llegando a la Colonia Roma. ¡Mira cómo era Avenida Oaxaca! Sí, su belleza vuelve. Ya llegamos. Entremos a ese pequeño edificio.
Ha de ser domingo, seguramente, porque vemos a toda la familia reunida en casa de los Herrero (en los pisos 3 y 4 de Oaxaca 37). Tomémoslo con calma, porque esto va a durar hasta las siete u ocho de la noche, cuando alguien rompa algún búho de porcelana o Enrique Grande se enoje con todos y jure no volver.
Fíjate, invisible visitante, en Enrique Chico. No lo pierdas de vista: mira sus ojos inquietos. Parece que trama algo, ¿verdad? Parce un adolescente que busca a la víctima de su próxima diablura. Su media sonrisa lo delata, pero como todos están en lo suyo y en lo de otros, nadie sospecha lo que pasa por los laberintos de esa mente pasaperina.
¿Qué hora es? Ha de ser el principio de la larga sobremesa, porque las mujeres ya se encuentran en la sala, con un sabroso café servido en tazas multicolores, ese café chiapaneco que Guayito presume como si algún Zepeda hubiera cosechado y molido con sus propias manos los bronceados granos, merecedores éstos de un poema escrito en mil novecientos cuarenta y siete…
-No, cuarenta y ocho. A ver, voy por mi carpeta y les leo algunos versos…
-¡No, Guayito, por favor! Después, más tarde, siéntate.
-¿Te acuerdas, Guayito, cuando casi me ahorcas? –suelta Enrique Chico.
-No, no me acuerdo.
-Mari, ¿dónde quedaron las llaves del carro? –interrumpe Enrique Grande.
-¡Allá abajo!
-¿Y qué hacen mis llaves allá abajo, Quique?
-No, digo que fue allá abajo donde Guayito quiso ahorcarme.
-¡No digas eso, Enrique! Es muy feo –dice Car mientras baja la escalera de caracol.
-Andabas paseando al Jipi, y yo te agarré la pierna y te ladré –narra Quique, y ahora se percata complacido de que al fin tiene a todos de público: ¡Y que me agarra del cuello Guayito!
-Le dijo, todo rojo y sin soltarlo –remata Octavio entre risas-: ¡El último que me hizo eso no vivió para contarlo!
-¡Déjalo, Beto, yo recojo los vidrios! Tráete la escoba, Tabito.
Octavio da un beso a su madre y obedece, mientras Mamá Carcita golpea amorosamente a Enrique Chico, y luego lo abraza para decirle algún secreto al oído. Quique sonríe y mira a la abuela con ternura y paciencia.
No intentes distinguir una conversación coherente, visitante del futuro, porque aquí nadie mantiene un tema ni sostiene un diálogo. Son rumores, discusiones, regaños, bromas y recuerdos, y todos tienen algo que decir hacia varias direcciones. Siéntate a disfrutar del aroma y de la algarabía de una familia mexicana por cuyas venas corre la España ancestral y la nostalgia de tiempos mejores, cuando las señoritas eran señoritas, no que ahora…
-Y no lo digo por nadie presente, sino por aquellas otras muchachitas, ¿cómo se llamaban?
-¿Quiénes?
-¡Las putitas! Porque eran medio putitas, ¿o no?
-¿Quién me sirve un brandy? ¿Sigue dormida Paola?
-Sí, mamá.
-¡Ay, despiértala y bájala, Enrique, por favor!
Al rato, mamá -responde Quique, y sus ojos brillan mientras su mirada recorre la sala.
¿Ya notaste, espantado intruso, que la sonrisa de Enrique Chico se parece ahora a la del doctor Caligari?
En la pequeña cantina que divide sala y comedor, los varones discuten con vehemencia quién sabe de qué. Enrique Grande extiende el brazo hacia Eduardo, para quitarle la palabra.
-¡Escucha, escucha! ¡No estás escuchando!
-¿Qué quieres que escuche, papá? Una de tus necedades.
-¡Mira, no me hables así, Eduardo, porque te suelto una cachetada!
-A ver, pues, dime.
-¡Estás tomado, Enrique, deja a tu hijo en paz! –dice Mari, ceñuda, desde la sala.
-Se ponen insoportables.
-¿Y dónde están mis llaves?
-¡Tabito, te habla Gerardo! Que si no has visto a su hermano.
-Contesto en la cocina.
-¡Baja a Paola, Quique, queremos verla!
Enrique Chico sube por la escalera de caracol y desaparece en uno de los cuartos. Pero en menos de un minuto ya está de nuevo a la vista. Baja las escaleras con tiento y con Paola entre los brazos. ¡Paola, chiquita!
¡Con cuidado, Quique! –ordena pausado Enrique Grande desde la cantina.
La niña está envuelta y escondida en una frazada estampada con ositos color de rosa. ¡Es la nieta, la primera Pasapera! ¡Ay, qué chula, bájala, Enrique, queremos verla!
Quique se encuentra ya a la mitad de la escalera, sonríe y enternecido intenta descubrir el rostro de su hija para mirarla y hacerle gracias…
-Ay, mijita preciosa, cosita bonita, ¿quién la quiere más? ¡Su pa…!
Pero no termina Quique de pronunciar su parentesco cuando de pronto pierde el equilibrio, trastabilla, tropieza, intenta asirse del pasamanos… y Paola sale disparada hacia adelante.
En unos segundos, la niña se estrella contra la barandilla, rebota por los escalones, pierde su frazada y parece que en cualquier momento quedará desmembrada y sangrante a los pies de toda su familia.
En todo ese brevísimo tiempo, los gritos ensordecen el momento, hay amagos de llanto, todos se levantan, es el fin del mundo, Mamá Carcita cubre su rostro con manos angustiadas, nadie sabe qué hacer, qué decir, los gritos siguen, los ojos de todos se han cubierto con un ardiente velo de espanto y de terror.
Domingo sangriento. La criatura no se mueve, Octavio decide acercarse, la levanta… y al hacerlo se escucha la risa de Enrique Chico, sentado en las escaleras, doblado de dolor por sus propias carcajadas y por su exitoso performance. Octavio toma a Paola y la lanza hacia su primo, quien atrapa a la niña:
-¡Es una muñeca, es una muñeca!
-¡Y tú eres un idiota! ¡No tienes vergüenza! ¡Ay, Dios mío, tengo taquicardia! ¡Alguien que vaya a ver a la niña, está llorando!
Car, Mari y Mamá Carcita lloran. Vicky, la madre de Paola, ríe nerviosa. Enrique Grande ya se enojó en serio, y quiere golpear a su hijo y largarse. Alberto fuma en un rincón, Eduardo y Octavio ríen al recordar cuando Quique se orinó en la escupidera decorada que la tía abuela le regaló a Agustín (una bellísima pieza del siglo XIX).
-¡Rebosaba de espuma!
Sentado en las escaleras, a través de la barandilla de metal, Quique contempla satisfecho su obra. Paola llora de vida.