
Cierro los ojos para mirar tus ojos. Busco en mi memoria el recuerdo de tus lágrimas, y nada: pura luz, pura exploración del mundo que te rodea, casi siempre con la intención de modificarlo, alterarlo, trastocarlo.
Tus ojos son puros brincos de mirada inquieta.
Tus ojos no son pozos. Tus ojos son catalejos, obeliscos, brazos (su objetivo está afuera de ti). Parece como si tus ojos no quisieran mirar hacia el abismo de tus adentros. Apenas llegas, por equivocación, a los acantilados de tu ser, das la media vuelta, dices cualquier cosa y nos distraes con tu risa.
Nunca te vi llorar, Enrique. Llorar de la risa, sí; pero llorar llorar, nunca.

Cierro los ojos para mirar tus ojos, y ahora los comparo con los ojos de tus hermanos, de tu primo, de tus padres, de tu hija y de tus amigos. Cierro los ojos y miro una fila de ojos conocidos. Los reconozco por su mirada. Y por sus lágrimas. A todos los he visto llorar. ¡A todos, Enrique! Menos a los tuyos.
Sólo sé de una vez que algo te arrancó lágrimas.
Sucedió a fines de 1982 ó principios de 1983, en Milpa Alta. Ha de haber sido domingo. Saliste de Día de Campo con
Vicky,
Alejandra,
Marugenia y
Gerardo. Llevaban a los niños (
Paola y
Ger chico).
Buscaron un sitio tranquilo para colocar el mantel en la yerba, colgar la hamaca entre dos árboles, encender el anafre y asar unas carnes deliciosas.
El error fue pensar que hallarían la tranquilidad en un lugar apartado y solitario.
Sea como sea, lo encontraron. Y ya estaban ahí, muy tranquilos.
Mientras tú colocabas el carbón y preparabas la lumbre, las mujeres se alejaron un poco para hacer del baño. Gerardo, mientras, instaló la hamaca y se sentó con su hijo a mecerse plácidamente.
Cuando regresaron, las mujeres se encontraron con una escena de espanto: un hombre embozado apuntaba con una pistola a la cabecita de
Jerry (la distancia era poca, pero la suficiente como para que
Gerardo no pudiera pensar en desarmar al asaltante).
-¡Denme todo, cabrones, o me chingo al chamaco!
Tú te quedaste absolutamente quieto, con el atizador en la mano derecha, negra de carbón. Trataste de hablar con los ojos para decirle algo a
Gerardo, quien estaba también sin saber qué hacer.
Vicky apretó entre sus brazos a
Paola, mientras
Marugenia y
Alejandra trenzaron sus manos con la tensión de la angustia.
¡Calmado, amigo, calmado! –dijiste suavemente, evitando cualquier arrebato de enojo-.
Llévate todo, no hay pedo; pero deja de apuntar. -¡Cállate, cabrón! ¡Aviéntame las llaves del coche!
-Están puestas, mano. Llévatelo.
El hombre miraba hacia todas partes y daba instrucciones con la cabeza y la mano libre, dando a entender que no estaba solo, que bien podría venir acompañado de otros hombres. Y ustedes no se atrevieron a dudar: el pavor los hizo ver a varios maleantes escondidos en la maleza.
Marugenia aprovechó un instante para desprenderse de la mano de
Alejandra, quitarse los anillos y arrojarlos al suelo.
No me preocupaban los anillos –me dice hoy
Marugenia-,
sino que el tipo encontrara nuevas razones para seguir amagando a Jerry.
El hombre caminó hacia el coche, sin dejar de apuntar hacia el escuincle, cuyos enormes ojos trataban de entender el significado del juego.
-Ni se muevan, hijos de su rechingada, porque me chingo al chamaco.
Por fin, el hombre subió al coche y lo encendió.
Cuando lo vieron lejos, no pronunciaron una sola palabra, sólo recogieron las cosas y apuraron el paso hacia el lado opuesto. Su silencio era la manifestación dolorosa de quienes han visto muy de cerca la muerte trágica, indigna y estúpida. Su silencio era la mezcla de rabia e incomprensión pero también la secuela del miedo. Sólo de pensar en un desenlace distinto los ahogaba en el silencio y en la necesidad de alejarse lo más posible del infierno improvisado. Se metieron entre las milpas, con ganas de llegar a algún poblado. Encontraron a dos hombres a caballo, a quienes narraron lo sucedido.
-Muchachos, no vuelvan a hacer esto.
-¿Qué?
-¡Esto! Usted, güerito; el otro, con esos pelos de jipi; y las muchachas, tan bonitas. ¿Pues qué es eso de meterse a lo escondido?
De pronto, te detuviste…
-¡Esperen, esperen!, dijiste. Y a
Vicky le entró más prisa.
-¿Qué, Enrique? ¡Vámonos! Paola ya se puso como nerviosa.
Gerardo comenzó a reaccionar de acuerdo a su carácter:
-¡Chingue su madre! Vamos a dejar en un lugar seguro a las mujeres y a los bebés, y tú y yo regresamos, Enrique. ¿Va? ¿Nos acompañan, amigos? A este cabrón lo encontramos, hijo de su puta madre, lo macheteamos y lo echamos al asador.
-¡No, no, esperen! ¡Escuchen!
-¿Qué?
-Se oye como si alguien quisiera volver a encender un coche.
Tú y
Gerardo regresaron, seguidos de los hombres a caballo. Más allá del lugar del asalto encontraron el carro, abandonado. Tu coche tenía un dispositivo que lo hacía pararse si uno no había apretado el botón especial.
Regresaron por la familia.
De regreso, otra vez el silencio. Tú ibas manejando, sin hablar. Raro en ti, no buscaste la manera de escapar de la realidad.
Gerardo, junto a ti, abrió su ventana y dejó que el viento llenara sus pulmones y agitara su pelo.
Ay, Ger –dijo
Vicky-,
¿te pido si cierras la ventana? Es que los niños…
Gerardo cerró la ventana. Y el silencio, otra vez.
Después de una curva, soltaste tu mano derecha del volante y agitaste el cabello enmarañado de tu amigo.
Gerardo acarició tu pierna, y dijo muchas cosas con ese gesto. Se miraron durante un brevísimo instante...
Y el coche se llenó de su llanto callado, casi mudo pero evidente. Un llanto de carajos, un llanto de rabia, un llanto de miedo, un llanto de estamos vivos.