jueves, 21 de octubre de 2010

Enrique en Ruta 61

Enrique estará con nosotros en Ruta 61, durante la noche del sábado 23 de octubre.

Octavio estrenará entonces Quique, canción compuesta para su primo hermano, acompañado de Cecilia García-Robles, Nicolás Martínez, Xavier Gaona y Javier García.

Ojalá tú también puedas estar con nosotros.

jueves, 14 de octubre de 2010

Enrique y el ajedrez II

Un ejemplo de la mente ajedrecista de nuestro héroe puede verse en una vieja escena, la del viernes 20 de septiembre de 1985.

Esa noche nos reunimos en casa de Enrique y Vicky, en la colonia Nápoles. Andábamos todavía con el susto del día anterior. Apenas cuarentaiocho horas antes, a las 7:19 de la mañana del jueves, la ciudad había sufrido el más trágico terremoto de su historia. Diez mil muertos, treinta mil construcciones destruidas, 68 mil casas y edificios dañados.

Gran parte de esa información, por supuesto, no la teníamos aún a mano; pero lo cierto es que estábamos aturdidos y deprimidos, como si una losa enorme hubiera caído sobre todos y cada uno de nosotros, los chilangos.

Sin embargo y a pesar de todo, decidimos reunirnos un rato.

Enrique –excelente anfitrión, atento siempre a la comodidad de los otros- nos preparó unas deliciosas cubas (todavía no éramos de whisky), sacó aceitunas y restos de queso manchego, los dejó en la mesa, se tiró en el sofá y lanzó el dulce gemido de quien ha decidido ya no moverse en toda la noche. Acercó su vaso al de Octavio, brindó por la salud de todos y encontró para ese momento la más inconveniente de sus expresiones:

-¡Ay, qué felices somos!

Enrique celebró su gracia inoportuna con risas, y acarició mi pierna.

-No, ya en serio, ¿cómo están Gerardo y Maruca? Digo, porque su edificio…
-Bien, bien. Pero sí se pegaron un buen susto. La preocupación es el embarazo de Marugenia.

Gracias a la vocación periodística de Marugenia, todos teníamos noticias de lo ocurrido en Tokio 18-K, así que entre todos reconstruimos lo sucedido en casa de los Aguilar Sámano.

-Ay, sí, ya me contó Mari. Que no se dieron cuenta hasta que Ger chico los despertó.
-Acaban de regalarle un Playmobil.
-Y que dice Ger chico: ¡Pa, Ma, la lámpara está moviéndose mucho!
-¡Chiquito!
-Maru prendió la tele. Vio a Lourdes Guerrero y Juan Dosal como pálidos del susto.
-Y que se asomó a la ventana y vio cómo se movía el edificio de enfrente, cómo se le reventaban las ventanas.
-Y que Gerardo se bañó de volada y que se fue a trabajar. ¿Dónde trabaja Gerardo? Nunca sé.
-En Crédito Mexicano, en San Ángel, junto a Plazza Inn.
-Ay, fue horrible, fue eterno, me dijo Mari.
-¿Sabes que murieron muchas costureras de las fábricas de San Antonio Abad?


Y Enrique encontró entonces el momento oportuno de mover otra de sus piezas:

-¡Deja tú las costureras! A ver con qué cara sale la bebé de Maruca.

¡Ay, Enrique, estás como tomado! –dijo Vicky en un pobre intento de disculpar las frases imprudentes de su marido.

Enrique volvió a reír, porque él estaba convencido de que sus palabras no eran las de un espíritu insensible al dolor ajeno sino las brillantes manifestaciones de un maestro del humor negro. Además, invencible en el tablero ajedrecista de la comedia, este hombre jugaba cada momento con la destreza de quien ya conoce el resultado del juego. Su risa, la risa enriqueana, esa risa que soñaremos toda la vida. Risa de alguien que es público de sí mismo.

De pronto, la risa de Enrique desapareció.

Eran pasadas las 7 y media de la noche. Estaba temblando… de nuevo. Todos nos levantamos. Desapareció la calma. Cesó la conversación.

Está temblando… de nuevo. De nuevo. Está temblando. Todavía. Padre nuestro que estás… ¿Qué hacemos? No sé, no sé. ¿Qué hacemos? Enrique. ¿Dónde está Enrique? La niña, ¿dónde está Paola? Voy por ella. ¡Enrique! La niña no está. ¡Paola! ¡Enrique!

Cuando todos bajamos, ahí estaba Enrique, pálido, serio, muy serio, con Paola en brazos.

-¿Dónde estabas, Enrique? ¡Te olvidaste de todos nosotros!
-De todos, no: tengo a Paola. Sólo pensé en Paola. Aquí está.


Esa noche, el mejor ajedrecista del mundo movió la pieza correcta (como siempre).

martes, 5 de octubre de 2010

Enrique y el ajedrez I

Desde su adolescencia, Enrique encontró en el ajedrez el ámbito simbólico del poder y el triunfo del instante, y descubrió –aunque no sé si cobró conciencia de su hallazgo- que el movimiento de cada una de las piezas en el tablero crea, minuto a minuto, caminos cada vez más angostos para la acción del adversario (o, visto desde el otro lado, ensancha las posibilidades de agresión efectiva).

El desplazamiento correcto de uno solo de nuestros caballos, por ejemplo, reduce considerablemente las opciones futuras de todo el ejército contrario, porque lo sitia y lo disminuye en sus capacidades de ataque e incluso de huída.

Y quien domina este juego de cálculos minuciosos no sólo gana las más de las veces, sino que además desarrolla una mente criminal.

Enrique (nos) dominaba en el tablero de ajedrez. De haber llevado su descubrimiento a otros campos de la vida, hoy el mayor de los Pasapera sería considerado como un peligro social.

De hecho, sí practicó en otros campos de la vida su descubrimiento. Y todos, en algún momento, padecimos su gusto por el dominio de las circunstancias.

No uso aquí la palabra criminal en su sentido delictivo, sino de una manera más amplia: el crimen –del latín cernere, separar- como un ejercicio de conjeturas y combinaciones que busca un resultado preciso y contundente.

La palabra crimen tiene una prima griega: se llama crítica, y ésta significa la acción de poner en crisis algo para descubrir su verdadero valor y presentar, entonces, una nueva interpretación de la realidad.

Enrique fue un gran crítico. Y no se puede ser un gran crítico si no se posee una gran inteligencia. Su capacidad crítica, a propósito, llevó a nuestro amigo a cometer crímenes casi perfectos (había un pequeño defecto: le gustaba alardear de sus acciones).

Grandes crímenes se han cometido en la cocina. Crímenes de antología encontramos en la historia de la seducción erótica. Crímenes hay en la música y en la poesía, para felicidad de todos. Hay, por supuesto, crímenes de maldad. A Stockhausen casi lo linchan los tontos (que siempre son mayoría) por haber afirmado que el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York había sido la obra de arte perfecta, la obra mejor ejecutada jamás.

Recuerdo haber pensado esa mañana del 11 de septiembre de 2001:

-¡Enrique, dónde está Enrique!

Me tranquilizó saber que Al Qaeda se había atribuido el atentado; pero no pude evitar el imaginar que Enrique estaba en su casa mirando una y otra vez la tragedia como un drama digno de estudio.

¿Qué quiso decir el genial compositor alemán? Dijo lo que yo quiero decir al hablar de Enrique: él fue un maestro de las conjeturas, un sabio que miraba el mundo como una prodigiosa máquina de resultados predecibles, como un armatoste compuesto de poleas, cadenas, engranajes y pistones.

A ver –parecía pensar este hombre impensable-, si yo muevo aquí, ¿qué pasa? Y si hago el comentario correcto en el momento preciso, ¿qué serie de respuestas generará mi intervención?

Volvamos al ajedrez. Su descubrimiento lo volvió invencible, y su invulnerabilidad en ese juego lo convirtió en un adversario arrogante y poco compasivo con el fracaso de quienes se atrevían a jugar con él una partida. Yo fui –una sola vez- víctima de su inteligencia ajedrecista. Una sola vez, digo, porque no soporté sus burlas y su engreimiento. Preferí platicar con él sobre lo que había escrito Edgar A. Poe en la introducción a Los crímenes de la calle Morgue:

¡Está bien, ganaste! –le dije aquella tarde de abril, mientras el sol tibio dibujaba sombras de persiana sobre la mesa de la sala, en el hermoso departamento que sus padres rentaban en la calle de Donceles-, pero sábete que Edgar A. Poe afirma que una cosa es el cálculo y otra muy distinta el análisis.

¿Y eso qué? –me respondió entre risas mi amigo.

Tú calculas –le expliqué-, pero no analizas. Yo puedo ganarte en damas inglesas, porque ahí se necesita inteligencia reflexiva, y tú eres una inteligencia calculadora. Yo soy perspicaz, tú eres atento, te sabes concentrar sin que se note.

¡No! –dijo Enrique mientras arrancaba el terciopelo verde de un alfil-, yo no me concentro. ¡Yo veo, chico Agus, yo veo! Y veo más allá.

¿Y qué ves más allá? –pregunté paródico pero interesado.

¡Que eres muy pendejo! –la risa lo hizo llorar, y luego arrepentirse: No, no. Te quiero mucho, Agus.

Y siguió con su risa.

Lo cierto es que este juego de origen persa fue para Enrique la más notable revelación de su capacidad premonitoria. A partir de un instante presente, él era capaz de contemplar una serie de acontecimientos futuros. Parecía saber algo muy importante: una frase dicha obtiene siempre una serie limitada de respuestas y reduce el futuro a unas cuantas posibilidades de acción. Hacía, entonces, su movimiento verbal, y lo hacía con tanta precisión que la respuesta buscada llegaba desde su inocencia de alfil hasta el lado opuesto de la diagonal, donde el rey de Enrique se la comía enterita y entre risas.

A veces, la gracia ligera de Enrique nos obligaba a representar el papel del alfil (pesados como elefantes, solemnes como obispos, ridículos como bufones), mientras él -pluma de colibrí que flota- se acomodaba plácidamente en la insportable levedad de su ser.

Continuará.


¿Puedes imaginar qué va a hacer Enrique con ese trozo de carne? ¡Gerardo está cerca!

lunes, 4 de octubre de 2010

El Quique de Octavio

Canción para Enrique Pasapera Herrero que será estrenada el sábado 23 de octubre en Ruta 61 (dentro del concierto Dame un beso por lo menos en la boca). Letra y música: Octavio Herrero / Voz: Cecilia García-Robles / Guitarras: Nicolás Martínez y Octavio Herrero / Bajo: Xavier Gaona / Batería: Francisco Javier García

QUIQUE
La vida es un nudo, el ovillo
de un telar; es la hilacha
de un pañuelo que se gasta
entre los dedos.

La muerte es un canario, es un beso,
una cereza, un chocolate, un pandero,
una ola, un trineo.

La vida es una escoba que acaricia
el mosaico, que funde el aserrín
con el polvo y la saliva.

La muerte es un sombrero,
un silbato, un llavero,
una cajita, una moneda,
una linterna,
un traje nuevo.

Olvídate,
desanúdate,
desempólvate,
ilumínate.

La vida es una sombra, un cajón
recién cerrado, un apagón.
Es una cueva, un secreto
bien guardado.

La muerte es una luz,
es hierba fresca, una escalera,
una bengala, un incendio,
un grito,
la luna llena.

La vida es un nudo, el ovillo
de un telar; es la hilacha
de un pañuelo que se gasta
entre los dedos.